Adorar: reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina. Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido.
La adoración a Dios es rendirle «honra, reverencia y respeto en razón de lo que él es en sí mismo y de lo que él es a aquellos que se la dan». Naturalmente se supone que el adorador tiene una relación personal con Dios, sino es así la adoración carece de valor. Pero la adoración no siempre se ha realizado de la misma forma. En tiempo del Antiguo Testamento los adoradores no podían entrar en el santuario divino. Solamente podían entrar en el patio exterior a él. Incluso el sumo sacerdote solo podía entrar en el lugar santísimo una vez al año y debía hacerlo con sangre.
Pero todo esto ha cambiado ahora. La redención ha sido cumplida y el velo ha sido rasgado de arriba abajo, Dios ha abierto de par en par el acceso a él, y los adoradores, como sacerdotes, tienen libertad para entrar en el lugar santísimo. La verdadera figura para la actitud cristiana es la del sacerdote, no la del pueblo que no tenía acceso al santuario.
Veamos ahora dos textos que nos pueden guiar en nuestro enfoque de la adoración cristiana:
«Pero el momento ha llegado: ahora es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre busca tales adoradores. Dios es Espíritu y es necesario que quienes le adoran lo hagan en espíritu y en verdad» (Juan 4:23-24).
Aquí se nos dan una serie de características de la adoración, tal y como debemos practicarla hoy en día. Adorar «en espíritu» significa adorar de acuerdo con la verdadera naturaleza de Dios, y en la comunión que da el Espíritu Santo. Por ello, está en contraste con la hueca adoración consistente en formas y ceremonias, y con la religiosidad meramente nominal. Adorar «en verdad» significa adorar a Dios de acuerdo con la revelación que él ha dado de sí mismo. Por ello, ahora no sería adorar a Dios en verdad el adorarle simplemente como Dios grande, nuestro Hacedor y rey grande sobre todos los dioses, como expresa el Salmo 95. Si bien todo esto es cierto, y motivo para adorarle, no es menos cierto que a él le ha placido revelarse a sí mismo bajo otro carácter para los suyos, como Padre. Entramos así en su presencia con espíritu filial y con el conocimiento del amor que nos ha dado un lugar ante él en Cristo, como hijos según su buena voluntad. El conocimiento de este amor, y de esa buena voluntad de Dios, de tenernos ante él en Cristo, es entonces la fuente de la que surge nuestra adoración como cristianos. El Padre y el Hijo son conocidos, siendo la voluntad del Padre que todos honren al Hijo como revelador de la fuente del amor, y el Hijo conduce a los corazones de muchos hijos al conocimiento del amor del Padre. Así, la adoración se distingue de la alabanza y de la acción de gracias: es el homenaje tributado por el amor (Romanos 8:15), y vertido al Padre y al Hijo, conducidos en ello por el Espíritu Santo.
En esta última frase hemos dicho que la adoración es también un homenaje tributado por amor. El secreto de una vida de adoración (o de oración, alabanza…) es hacer todas las cosas como si lo hiciéramos para el Señor, que pongamos todo nuestro ser a su disposición, que nos presentemos, como dice Romanos 12:1, como un «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios…».
Consideremos ahora un segundo texto:
«… amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Marcos 12:30).
Aquí se nos insta a amar a Dios de tres formas:
•Con todo nuestro corazón. El amor a Dios, y consiguientemente la adoración a él, debe implicar nuestra área emocional, considerando el corazón como el lugar de los afectos y los sentimientos. No podemos adorar a Dios si dejamos de lado esta parte de nosotros.
•Con toda nuestra alma. Es decir nuestra voluntad, nuestra personalidad, nuestro yo. Debemos rendir nuestro yo ante Dios en la adoración.
•Con toda nuestra mente. Aquí entra en juego nuestra inteligencia, nuestro conocimiento (saber). Sabiendo a quien adoramos gracias al conocimiento que nos proporciona su Palabra; pensando en lo que estamos haciendo.
No podemos adorar equilibradamente si no lo hacemos involucrando toda nuestro ser, espíritu, alma y cuerpo. De ahí que la Palabra nos exhorte a amar a Dios de esta forma tan total. Pero cuidado, este tipo de amor, así como la adoración solo puede ser tributada a él. Absolutamente a nadie más.
Finalmente la misma Palabra nos dice hasta que punto hemos de amar: con todas nuestras fuerzas. La adoración ha de ser hecha aplicando toda nuestra energía, todas nuestras fuerzas, respondiendo al llamamiento de Dios con amor y entrega, completándose cuando nos ponemos a trabajar para él con todas nuestras fuerzas. Así llegamos a la conclusión de que la adoración ha de ser completada con el servicio, parte ineludible de la vida cristiana.
¿Y como podemos expresar a Dios nuestra adoración, además de con el servicio cristiano? Mediante la oración, a través de la cual nos comunicamos con él. Y que como la adoración no es una actividad limitada a determinadas ocasiones, sino que debe ser continua.
Ferran Cots, enero 2024.