Cuando Dios dio la ley al pueblo de Israel, el primer y principal mandamiento fue: «Yo soy el Señor, tu Dios...» (Éxodo 20:2). Quedaba claramente señalado que no había otro Dios fuera del Señor. En diferentes ocasiones Dios habló a través de los profetas, recordando a su pueblo la exclusividad demandada por él. Así pues dijo, a través del profeta Isaías: «Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay quien salve» (Isaías 43:11). Precisamente este era un mensaje muy necesario en los días de Isaías. Eran tiempos de declive de la nación y de amenaza de invasiones de las naciones que rodeaban a Israel. Ante estas circunstancias los habitantes de los reinos de Judá e Israel no solían mirar solamente al Señor para su salvación.
En ocasiones ponían su esperanza también en los dioses de las naciones paganas, de los grandes imperios que les rodeaban. En otras ocasiones confiaban en su propia sabiduría y sus propios esfuerzos para librarse de las amenazas, y negociaban alianzas y pactos con las potencias de la época para que los protegieran.
Al hacer esto el pueblo no diría que estaba rechazando a Dios. La idolatría de aquellas personas no consistía en abandonar al verdadero Dios, sino en adorar a otras divinidades junto al Dios de Israel, obviando lo que les fue declarado en la ley: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éxodo 20:3). Por si fuera poco, al buscar la ayuda de las grandes potencias de la época, aquellos hombres y mujeres no creían que estaban dejando de confiar en Dios. No comprendían que, desde la perspectiva divina, no confiar solamente en Dios es equivalente a no confiar en él.
Podemos pensar que hoy no estamos frente a una situación como la anterior. Pero si repasamos la historia de la Iglesia vemos precisamente todo lo contrario. Incluso en la época apostólica algunos cristianos empezaban a olvidar que, fuera del Señor, no hay salvación posible.
Un ejemplo lo encontramos en la epístola del apóstol Pablo a los gálatas. Vemos allí que algunos creían que confiar sólo en Cristo no era suficiente para alcanzar la salvación, y por ello establecían una combinación de fe y obras para ser dignos de dicha salvación. Desde entonces siempre ha habido personas en el cristianismo que no miran solamente a Cristo para ser salvos, sino a Cristo y algo más.
La iglesia católica enseña que la salvación sólo es para los que han llegado a ser dignos de ella, participando en los sacramentos de la iglesia y en las buenas obras. Bajo esa perspectiva nadie puede estar seguro de su salvación, porque en realidad no somos dignos de ella, ni lo seremos nunca.
Un conocido teólogo protestante español dijo una vez que «Cristo más algo, es menos Cristo». Esto significa que añadiendo algo más a la obra de Cristo, en realidad lo que estamos haciendo es desvalorizar su obra redentora. En la búsqueda de la verdad los seres humanos son capaces de estudiar todas las religiones y filosofías habidas y por haber. Y en ocasiones llegan a estar bastante cerca de la verdad. Recordemos las palabras de Jesús al escriba que le hizo una pregunta y reconoció la sabiduría en la respuesta del Señor: «No estás lejos del reino de Dios» (Marcos 12:34b). Pero estar cerca no es estar en. Aquel escriba respondió sabiamente, pero no era suficiente. ¿Qué le faltaba? Algo muy importante, creer en el Señor Jesucristo para ser salvo y tener así la vida eterna.
El conocimiento, el hablar de Dios y de su Palabra, incluso con sabiduría, no nos acerca totalmente a él. La cuestión es mucho más sencilla. Cuando el carcelero de la ciudad de Filipos, espantado por el terremoto que abrió las puertas de la prisión y liberó a los presos de sus cadenas, se dirigió a Pablo y Silas preguntando que debía hacer para ser salvo, estos le contestaron sencillamente: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo…» (Hechos 16:31). No le dijeron que debía estudiar los textos bíblicos, adquirir sabiduría y participar en debates sobre cuestiones religiosas. No, solamente le dijeron que debía creer en Jesucristo para ser salvo.
El mucho conocimiento de la Palabra es bueno y conveniente, pero la salvación no nos vendrá por ello. El apóstol Pedro, en su memorable discurso ante las autoridades que los habían detenido dijo: «Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12).
No perdamos el tiempo en discusiones más o menos provechosas, sino reconozcamos que ante todo y sobre todo está Cristo, y que fuera de él no hay nada que valga la pena, ni siquiera el conocimiento, por muy valioso que sea. Primero Cristo y luego todo lo demás.
«Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no procede de vosotros, sino que es don de Dios. No es resultado de las obras, para que nadie se vanaglorie» (Efesios 2:8-9).
¿Vas a acudir a Cristo, la fuente de toda salvación? ¿O vas a añadir algo más de tu parte? Reflexiona y toma la decisión correcta. De ello depende tu destino eterno.
Ferran Cots, julio 2024.