«La guerra marcó mi vida. Fue en Francia (Séte), donde estábamos internados un grupo de españoles. Al observar mis manos, no veía más que un lápiz y, ante mis ojos, un profesor de dibujo encantador. Ese fue el principio de mi pasión por el arte. A lo largo de los años, Dios me ha enseñado muchas cosas y le estoy eternamente agradecida.»
– Buenas tardes, Anna. Gracias por aceptarme en tu casa. Hoy tendré el privilegio de sentarme a tu lado y poder escuchar esas historias interminables de cuántas hazañas has vivido. ¿¡Cuántos recuerdos, verdad!? Soy todo oídos para usted. Le haré una serie de preguntas y, a partir de ahí, me va contando usted lo qué quiera.
– (Asiente y sorbe su taza de café)
– Como bien sabe, hoy en día hay mucha gente que se pregunta cómo debe servir a Dios, cuál es su ministerio y cómo puede descubrir el don que Dios le ha dado. Cuénteme, ¿cómo supiste que el arte le serviría para adorar a Dios?
– Todo empezó en Francia, cuando estaba en el orfanato. Tuve el privilegio de tener un buen profesor de dibujo que me pasó a la clase más adelantada. Un día todos estaban muy contentos: se había organizado un concurso y nos habían dado las bases para participar. Sin embargo, yo tenía por aquel entonces nueve años y ni siquiera podía apuntarme. Aún así, el profesor me dejó concursar y decidí rápidamente dibujar a plumilla el Arco del Triunfo de París… acabé ganando el primer premio.
– ¡Era de esperar! Según tengo entendido, no tardó mucho tiempo en venir a España. ¿Qué hiciste entonces?
– De vuelta a España, tuve una de las peores experiencias de mi vida. Era tan solo una niña, ya ni siquiera recuerdo la edad que tenía. En la frontera, me quitaron la carpeta de dibujo donde guardaba todo lo que había hecho hasta entonces para enseñárselo a mis padres. Les supliqué que me la devolvieran mil veces, con lágrimas incesantes, pero no lo hicieron. Durante mi viaje a España, una sola idea bullía en mi cabeza: «jamás volvería a pintar».
– Supongo que fue muy duro tomar esa decisión pero, entonces, ¿cuándo retomó el arte?
– Los años pasaron con rapidez: conocí a mi marido Ginés y, por supuesto, ayudaba a mis hijos con los deberes de dibujo de la escuela. Sucedió durante unas vacaciones escolares de Navidad. En aquellos días, estaba comprometida en una casa de música y no tenía más remedio que llevarme a mis hijos allí. Eunice era la mayor y a David le encantaba dibujar. Yo, tan ilusionada, le compré todos los utensilios de pintura e, incluso, una sillita. Aprovechando la circunstancia, le dije que se pusiera cerca de algunos de los pintores que había por los alrededores de la tienda, eso sí, con cierta discreción. No obstante, un día vino David acompañado de un señor que me contó todo lo que mi hijo era capaz de hacer. Más tarde, me di cuenta de que ese profesor de pintura solo había visto los bocetos que yo misma le había hecho a David para que los tomara de modelo. Desde entonces, no pude sacar de mi mente ese acontecimiento y lo llevé guardado en mi corazón por un tiempo… hasta que le pedí al Señor en oración que me ayudara a resolver ese asunto, y Él lo hizo. Cinco años más tarde, me matriculé en la Escuela Oficial de Arte y Oficios.
– Si no fuese por la oración… a veces no somos conscientes de que podemos hablar con nuestro Creador siempre; sin duda, es todo un privilegio. Por cierto, ¿recuerda algún otro momento en qué Dios le respondiese en oración?
– Muchas veces, aunque… entre ellas hay una que me tocó en particular: Era el día del Aniversario de nuestra Iglesia y estábamos en una reunión de señoras. Al terminar, recuerdo como se me acercó una mujer y me preguntó si me acordaba de ella. No la conocía. Sin embargo, ella me contó que iba a coser a mi casa, porque mi mamá era modista y se encargaba de enseñar el oficio a cuantas quisieran. Mi mamá siempre regalaba una Biblia a todas sus aprendices, pero la señora Milagros nunca quiso aceptar una de su parte, es más, le dijo que la tiraría por la alcantarilla si se la regalara. Fue desde ese día que mi madre empezó a orar por ella con insistencia. Pasados los años, la mujer terminó viniendo a la iglesia y, de alguna manera, se acordaba de mí. Al cabo de los años, sus hijos también se bautizaron y yo, una vez más, quedé maravillada del poder de la oración.
– ¡Menuda historia! ¡Cómo le hubiera gustado a su madre ver el fruto de su oración! Ahora me acuerdo de unos versículos que están en Filipenses: «No os inquietéis por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presentad vuestras peticiones a Dios y dadle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús (4:6-7)».
– Me encantan. Gracias por haber pasado la tarde conmigo.
– La verdad ha sido todo un placer; muchas gracias, Anna. Dios te bendiga.