Antagonismo: Rivalidad, oposición sustancial o habitual.
En el libro del profeta Ezequiel, capítulo 28, versículos 12 al 19, leemos la profecía sobre el rey de Tiro, que también nos habla, con bastante probabilidad, del primer protagonista de esta historia. Dice el profeta: «Así ha dicho el Señor: Tú eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y de perfecta hermosura. En Edén, en el huerto de Dios, estuviste…. Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios. Allí estuviste, y en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado hasta que se halló en ti maldad…. Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor… Todos los que te conocieron de entre los pueblos se quedarán atónitos por tu causa; serás objeto de espanto, y para siempre dejarás de ser».
¿Qué sucedió en el alma de ese ser perfecto para que sufriera tan espantosa caída? Eso es algo que no sabemos. Lucifer, de quien estamos hablando, se rebeló contra Dios pretendiendo hacerse igual a Él. Quería ocupar su trono, el trono en el que solamente el Todopoderoso puede sentarse. A partir del momento en que el corazón de Lucifer se inclinó hacia el mal, declaró una guerra abierta contra su Creador. Su primera intervención en la historia de la creación ya la conocemos. Tentó a los primeros seres humanos con la misma obsesión que él tenía. Dios impuso una condición a aquella primera pareja, la prohibición de comer de un árbol determinado (Génesis 2:16-17). Pero Satanás —que en el origen fue llamado Lucifer: «portador de luz»— les dice: «… Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Génesis 3:5). Ese fue el terrible pecado de Satanás, querer ser igual a Dios y, probablemente, por eso tentó a los primeros seres humanos de la misma forma. Lamentablemente a causa de la continua presión de Satanás sobre Eva, consigue que esta caiga en la trampa y arrastre con ella a Adán. Así se consumó la caída, a causa de una mentira.
El problema no es otro que debido al orgullo y la soberbia, Lucifer se reveló contra Dios y quiso usurpar su lugar o, por lo menos, hacerse igual a Él. Por qué sucedió esto es algo que nos está velado saber. Cómo pudo ser que un ser perfecto sucumbiera ante el mal es algo que no podemos comprender. Lo cierto es que, desde entonces, las cosas han ido de mal en peor para esta humanidad de la que formamos parte. Pero, cuidado, no podemos hacer responsable a Dios de ninguno de nuestros males. El problema del mal es un enigma (José de Segovia).
La consecuencia final del intento de usurpar el lugar de Dios es la condenación eterna. Satanás y los ángeles que le siguieron en su rebelión serán condenados por toda la eternidad, junto con todos aquellos que rechacen el perdón divino. Para los hombres aún hay una oportunidad, para el diablo y sus demonios no hay oportunidad ninguna.
Frente a este intento de enaltecimiento y usurpación del trono divino tenemos otro completamente antagónico. La consecuencia del pecado fue la separación de los hombres de Dios y el origen de la muerte espiritual que, finalmente, ocasionó la entrada del pecado, la enfermedad y la muerte física en toda la raza humana. La obra de Satanás corrompió de tal forma la creación que era necesaria la intervención directa del Creador para reparar el mal provocado. Por supuesto nada de lo que había sucedido pilló por sorpresa a Dios, pero para nosotros es un misterio por qué permitió que sucediera.
Dios ya había provisto un remedio a aquella desgracia, remedio que ya se apunta en Génesis 3:15. A aquella actitud de soberbia, y aquel intento de Lucifer, el Hijo de Dios, Dios hecho hombre, iba a manifestar algo totalmente opuesto. Cristo, que tenía perfecto derecho a sentarse en el trono divino por ser Dios, abandona su gloria, se hace hombre y vive en esta tierra para proclamar el evangelio de la salvación y llevar a cabo la obra de la redención. Si bien es verdad que decimos que todo ser humano cuando nace está destinado a morir, en el caso de Cristo era diferente. Él nació con el propósito de morir voluntariamente por aquellos que, siguiendo las mentiras de Satanás, querían hacerse iguales a Dios.
Jesús se humilló de tal manera que, como dice el apóstol Pablo a los Filipenses: «…quien [Jesús], siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, y tomó forma de siervo, y se hizo semejante a los seres humanos; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios también lo exaltó y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2:6-11).
Qué diferencia de la actitud del maligno. El Dios todopoderoso hecho hombre y humillándose para ganar nuestra salvación. Salvación que ni nosotros ni nadie podía obtener por sí mismo, ya que la Biblia nos enseña que la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23), tal como Dios advirtió a Adán en el Edén. La única forma de salvarnos era a través de un sacrificio, de la muerte de alguien que nunca hubiera pecado y cuyo sacrificio tuviera valor ante Dios, para redención de toda la humanidad. Eso era algo que solo el mismo Dios podía hacer, e hizo, asumiendo la naturaleza humana y cargando sobre sí nuestra culpa y castigo.
Las consecuencias de aquella humillación son totalmente diferentes a las que Satanás tendrá que enfrentar al final de los tiempos. Cristo ya ha recibido la exaltación total, se ha sentado en el trono que le corresponde por derecho propio, y su nombre es el más excelso de todos los nombres de este mundo.
Satanás no es rival para Jesús, puede ser su antagonista, intentará por todos los medios estorbar la obra de la salvación, pero su derrota ya ha sido consumada ya que el Señor destruyó «por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Hebreos 2:14).
Ante estas dos actitudes antagónicas vemos resultados diferentes. La rebelión contra Dios, queriendo ser igual a Él, nos lleva a la destrucción final, a la muerte eterna. Por otro lado la aceptación de la voluntad de Dios, reconociendo nuestra maldad y aceptando el sacrificio de Cristo, nos lleva a la vida eterna en su presencia. Dos situaciones que requieren de nosotros una decisión. Y dependiendo de esa decisión así será nuestro destino eterno. ¿Seguiremos empeñados en querer ser iguales a Dios o, dicho de otra forma, en ser nuestro propio dios? ¿O reconoceremos al único Dios verdadero y a Jesucristo su Hijo y salvador nuestro? No hay término medio. Cómo dijo el Señor Jesús: «El que no está conmigo, está contra mí…» (Mateo 12:30a). ¿Qué haremos?
Ferran Cots, mayo 2023.