Belsasar era un príncipe que se encontró siendo rey de un imperio porque su padre, el verdadero rey, estaba en la guerra. Libre del control paterno, en una posición de máxima eminencia, no se le ocurre otra cosa que dar un gran banquete, para que los invitados no olvidaran que tipo de rey sería cuando sucediera a su padre en el trono. Podemos imaginarnos todo el fasto y lujo de la ocasión. Mesas a rebosar de exquisitos, variados y exóticos manjares. Una lujosa decoración en la sala del banquete, con toda la ostentación de la corte babilónica. Aquello debió ser una fiesta por todo lo grande. El ambiente cargado de perfumes exóticos, los esclavos y esclavas interpretando música y bailando, para deleitar a los participantes en aquel banquete… Era el tipo de banquete-espectáculo que cabría esperar del rey de Babilonia, aunque en este caso aún no lo fuera más que de manera provisional. Pero Belsasar aún tenía preparada una sorpresa; imaginemos la curiosidad de los invitados esperando aquella sorpresa, que tenía que sobrepasar a todo lo que habían visto, comido y experimentado hasta el momento.
De pronto fueron llevadas a la sala del banquete las copas de oro y plata que Nabucodonosor, el abuelo de Belsasar, había cogido del templo de Jerusalén. Copas que habían sido dedicadas al culto a Dios, y que Nabucodonosor había guardado con respeto, como tesoro apreciable y sagrado. Ahora, por orden de Belsasar, se llenaron las copas de vino y corrieron de mano en mano. La fiesta estaba en todo su apogeo y se volvía cada vez más ruidosa.
Pero apareció una mano que escribió en la pared unas palabras misteriosas: «Mene, Mene, Tekel, Parsim» (Daniel 5:25). Se hizo un silencio sepulcral y el temor debió atenazar a todos. Sabemos como acabó la historia (ver Daniel 5:25-31), cómo Daniel hizo la interpretación de aquellas palabras y cómo aquella noche Belsasar murió en la invasión de la ciudad por las tropas del imperio medo-persa. Belsasar había sido pesado y hallado falto, no ante sus ojos, sino a los ojos de Dios.
Cuando nos consideramos a nosotros mismos, ¿acaso no experimentamos una situación semejante? ¿No somos hallados faltos? No olvidemos que cada uno de nosotros será pesado en la balanza de Dios. Sin embargo alguien podría objetar que cómo podemos saber cuánto pesamos en la balanza de Dios, que eso es algo imposible. Pero sí hay forma de saberlo. Dios nos dio un medio, la ley, su ley, para proponernos metas altas de conducta (obedecer la ley), provocarnos dolor por nuestro pecado, enseñarnos nuestro auténtico peso ante él y, finalmente, conducirnos a Cristo.
Dios nos dio 10 pesas para que nos indicaran nuestro peso según su ley:
1. «No tendrás dioses ajenos delante de mí»(Éxodo 20:3).
Esto incluye todo aquello que puede ser puesto en lugar de Dios: riqueza, placer, fama, poder, conocimiento…, cosas que pueden llegar a ser ídolos a los que rindamos adoración.
2. «No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás…» (Éxodo 20:4,5a).
Se nos está exhortando a evitar que el medio con el que recordamos a Dios llegue a reemplazarlo. Se nos exige tener la imagen correcta de él, la que nos da en su Palabra.
3. «No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano» (Éxodo 20:7a).
Hemos de poner a Dios en primer lugar, después tener la imagen correcta de él y, finalmente, pensar de él de forma correcta.
4. «Acuérdate del día del sábado para santificarlo» (Éxodo 20:8).
Cómo un resultado o premio de «seis días trabajarás». Esto indica la dignidad del trabajo bien hecho y el tiempo del Señor.
5. «Honra a tu padre y a tu madre…» (Éxodo 20:12).
Esto atañe tanto a padres como a hijos, demanda que los padres sean honorables y modelos de conducta. Y que los hijos honren a sus padres, obedeciéndoles, amándoles…
6. «No matarás» (Éxodo 20:13).
No quitar la vida a otro ser humano (voluntariamente, no por accidente). No valen excepciones ni excusas, ni concepciones modernas de la vida.
7. «No cometerás adulterio» (Éxodo 20:14).
Ni siquiera de pensamiento, tal como el mismo Señor Jesucristo nos enseñó (Mateo 5:27-28).
8. «No hurtarás» (Éxodo 20:15).
Hay que respetar los bienes ajenos. Es un compromiso necesario para que las personas puedan vivir juntas.
9. «No dirás falso testimonio contra tu prójimo» (Éxodo 20:16).
Es decir mentir sobre algo o sobre alguien, con el consiguiente perjuicio.
10. «No codiciarás…» (Éxodo 20:17).
La codicia es un pecado más grave de lo que solemos considerar. Por la codicia de querer ser iguales a Dios, Adán y Eva sucumbieron a la tentación de Satanás, permitiendo de esa forma la entrada del pecado en la humanidad entera.
Reflexionemos ahora. Si nos miramos a la luz de estas pesas, ¿no es cierto que no damos el peso correcto? Tal vez alguien objetaría que estas leyes son del Antiguo Testamento y que los tiempos han cambiado. Sin embargo la ley de Dios, expresada en los 10 mandamientos, no es algo caduco. Incluso el propio Señor Jesús afirmó que no había venido a abrogar la ley, sino a cumplirla. Veamos que tres pesas nos da el mismo Señor Jesús, como resumen magistral de las 10 anteriores:
«… todas las cosas que queráis que los demás os hagan a vosotros, así también haced vosotros con ellos, pues esto es la Ley y los Profetas» (Mateo 7:12).
Debemos hacer a los demás lo que queremos que ellos nos hagan a nosotros, no lo que no queremos que nos hagan. Es una regla positiva. Tratemos a los demás como queremos que nos traten a nosotros. ¿Lo hacemos siempre? Probablemente no, y por eso somos hallados faltos.
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:39).
Debemos amarnos de tal forma que nuestro amor por el prójimo sea realmente un «amaos los unos a los otros como yo (Cristo) os he amado». Este es el resumen de la ley entera, en su vertiente de relación con los demás (Romanos 13:9). También aquí somos hallados faltos.
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» (Mateo 22:37).
Se trata de poner a Dios por encima de todo. ¿Lo hacemos siempre? Hemos de reconocer que no. Y somos hallados faltos, no por fallar en las anteriores pesas sino principalmente por fallar en ésta que es la más grande en importancia.
¿Cuánto pesamos cada uno de nosotros? O, por decirlo de otro modo, ¿cuánto vale nuestra ética realmente? Cada uno de nosotros ha sido pesado y hallado falto. ¿Que sucederá entonces? Dios examina el mundo y nuestras vidas y no damos el peso, somos hallados faltos. ¿Acaso hay solución a esta situación? ¿Cómo podemos librarnos de la destrucción y el castigo de Dios? La respuesta es muy sencilla, poniendo nuestra fe y nuestra confianza en aquel que no fue hallado falto, porque fue capaz de cumplir con todas y cada una de las pesas. Aquel que se ofreció voluntario para pagar lo que nosotros no podíamos pagar. Y bien alto fue el precio, su propia vida en una cruz, símbolo de ignominia y maldición.
Así que, a pesar de nuestra situación, de haber sido hallados faltos, tenemos motivos más que sobrados de alegría y gratitud hacia Dios. Él envió a su Hijo Jesucristo, quien cumplió la Ley de Dios, y murió por cada uno de nosotros, por todos los que no damos el peso. Todo lo que tenemos que hacer es tomar a Cristo con nosotros en la balanza, lo que muchos ya hemos hecho. En él no somos hallados faltos, porque él sí da el peso. Es sólo en él en quien podemos seguir la ética verdadera, la que el mundo necesita. Pero hay de aquel que sea pesado en la balanza sin tener a Cristo; será encontrado falto y destinado a la condenación eterna.
Los cristianos alabaremos a Cristo ese día en que seamos puestos en la balanza de Dios, pero mientras tanto le alabamos ahora por la seguridad que tenemos en él de que ya hemos sido justificados ante Dios, para vivir una vida recta y santa, bajo su dirección. Sin temores injustificados, pero con un temor reverencial hacia aquel que es, por derecho adquirido, nuestro Señor y Salvador. Aquel que pagó el peso que nos faltaba en la cruz del Calvario.
A él sea toda la gloria.
Ferran Cots, octubre 2024.