Dicen que todos tenemos alguien que nos sirve referencia como ejemplo para nuestra vida. Los cristianos probablemente nos fijaríamos en algún siervo de Dios. Algún personaje bíblico o alguien de nuestro entorno que haya influido en nosotros con su ejemplo de fe y servicio en la Iglesia —la verdadera, por supuesto, no la oficial—. Todos tendrían, sin duda, un denominador común, ser fieles siervos de Dios, haber andado en sus caminos y seguido la voluntad divina. La elección no es fácil, puesto que hay muchos de ellos que podrían servirnos de ejemplo.
Hubo uno en especial que, además, tuvo la osadía de decir que le imitáramos. Hablamos del apóstol Pablo. Su vida y ejemplo no fueron, en su origen, los más idóneos para ser imitados. Pero supo aceptar la voluntad divina y dar un giro espectacular a su vida.
Pablo era, como él mismo nos dice, «… del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, soy fariseo; en cuanto a celo, fui perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que se basa en la ley, soy irreprochable» (Filipenses 3:5, 6). En esa condición fue perseguidor de la Iglesia de Cristo (Hechos 8:1-3, 9:1-2), y estaba convencido que hacía bien combatiendo aquella herejía que se estaba extendiendo como un cáncer en Israel. Nada menos que aquellos cristianos que seguían a un proscrito que fue ajusticiado en la cruz y que pretendía, vaya blasfemia, ser el Hijo de Dios. Esto los judíos lo entendían perfectamente bien, sabían lo que significaba: que se hacía igual a Dios, que era Dios mismo. Pablo, fiel seguidor de la ley, no podía pasar esto por alto y decidió actuar. Estaba de parte de la autoridad religiosa judía, seguía la corriente establecida y se esforzaba por ser un fiel servidor de todo aquel estado de cosas. Tenía un brillante porvenir —humanamente hablando— en el seno de la sociedad, y no iba a desaprovecharlo. Su posición dentro de aquella especie de aristocracia religiosa —el Sanedrín— era algo que debía cultivar y mantener, y qué mejor que arremeter contra aquellos que decían creer que Jesús era el Mesías, Dios hecho hombre. En su comparecencia ante Agripa, tras haber apelado a César, Pablo explica de una forma muy clara cual era su vida antes de su conversión (Hechos 26:4-11).
Pero el ejemplo que Pablo nos da no es el de llevar a cabo una tarea con convicción, no en la etapa anterior a su conversión, ya que realmente no hay nada que nos inspire a imitarle. Él mismo decía: «Pero todas las cosas que para mí eran ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo» (Filipenses 3:7). ¿Estamos nosotros haciendo algo que, a nuestros ojos, sea servir a Dios con nuestras fuerzas y sea precisamente lo contrario? ¿Estamos cayendo en el error de Pablo, quien creyendo servir a Dios lo que realmente hacía era enfrentarse a Él?
El ejemplo de Pablo viene a partir de su conversión, narrada en el capítulo 9 del libro de los Hechos. Pablo ante la visión en el camino de Damasco no es rebelde al llamamiento de Dios en Cristo, sino que se somete a su voluntad. Más tarde dirigiéndose al rey Agripa le dice: «Por eso, rey Agripa, no desobedecí esa visión celestial» (Hechos 26:19). El primer ejemplo de Pablo fue precisamente ese, el no ser rebelde al llamamiento divino y cumplir el compromiso que, desde aquel momento, había adquirido con Dios. Nosotros, cada uno al nivel que le corresponda, hemos sido llamados por Dios, ¿estamos siendo rebeldes a cumplir nuestro compromiso con Él?
A lo largo del libro de los Hechos, así como de las epístolas que él mismo escribió, vemos la evolución de aquel hombre. De perseguidor de la Iglesia a propagador de la buena nueva del Evangelio de Cristo. ¿Qué consiguió por ello? Mientras estaba dentro del sistema religioso imperante era una persona altamente estimada, respetada por aquellos que estaban a su lado en ese sistema, y temido por aquellos que estaban en contra. A partir del momento en que tiene su encuentro personal con Cristo la situación cambia, porque cambia la orientación de su vida. No solo pierde todo aquello por lo que luchaba, sino que es perseguido, azotado y encarcelado por defender ahora lo que antes combatía. Él mismo declara: «Y más aún, ciertamente todas las cosas las considero pérdida por el privilegio de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por amor a él he perdido todo esto y lo tengo por basura, para ganar a Cristo…» (Filipenses 3:8). A Pablo, que le habían sido abiertos los ojos de la fe, no le cuesta reconocer que todo aquello que para él era importante antes de su conversión ahora carecía de valor. Sabía que había estado equivocado y que nada de aquello que tanto valoraba antes, fama, buena posición, honores…, tenía ahora ningún valor, porque había tenido la buena fortuna de conocer a Cristo.
El cristiano debe participar de este pensamiento. No quiere decir que lo abandonemos todo y que nos encerremos en un lugar alejados del mundo. Esto es algo que hacen algunas órdenes monacales de clausura, y de bien poco les sirve. No, lo que debemos hacer es cambiar la perspectiva de nuestra visión. Ahora lo más importante es Dios, Cristo, y ante Él todo lo demás es como si fuera basura, ya que carece de valor real. En ese sentido lo que debe movernos es el deseo de servir al Señor con todas nuestras fuerzas, y hacerlo por amor a él. El ejemplo de Pablo para nosotros es en este sentido valiosísimo, «sed imitadores de mí«(Filipenses 3:17), pero no por ningún tipo de orgullo personal sino por algo mucho más sublime: «Sed imitadores de mí, como yo de Cristo» (1 Corintios 11:1). Pablo no pretendía que le imitásemos por nada suyo o personal, sino por el empeño que ponía en ser imitador de Cristo, en andar en los caminos de Dios, siguiendo el ejemplo que su Señor le mostró. ¿Puede dar un hombre mayor ejemplo y testimonio que éste, que ser imitador de su Señor y andar en sus caminos?
Pablo fue un hombre ejemplar, y lo fue en la medida en que se sometió a la soberanía de Cristo, en la medida en que dejó que el Espíritu de Dios actuase en él, en la medida, en fin, en que era el poder de Dios el que actuaba por medio de él. Así fue capaz de llevar a cabo grandes hazañas espirituales, expandir el Evangelio por el mundo romano y enfrentarse al sistema político y social de entonces, sin dejarse llevar por la corriente. El Pablo convertido no podía conformarse a este mundo. ¿Cómo, sino, podría exhortarnos en este sentido en su carta a los Romanos 12:2 diciendo: «No os amoldéis a este mundo…»? Fue contra corriente, a pesar de los disgustos que ello le costó, pero nunca vaciló. ¿Su secreto? Él mismo nos lo revela: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).
A veces nuestra vida como creyentes se resiente cuando no somos capaces de poner cada cosa en su lugar. Lo primero para nosotros debe ser Dios, por algo nos compró al elevado precio de la sangre de Cristo; después las demás cosas. Aquí las palabras que vienen a nuestra mente son las del mismo Señor Jesús: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia…» (Mateo 6:33). Pablo así lo hizo, fue ejemplo para nosotros porque siguió el ejemplo del Señor. Ahora la decisión es nuestra, y la responsabilidad también. Seguir al Señor es ir contra corriente, contra lo que está de moda, contra la relatividad de este mundo en que todo es discutible y aceptable dependiendo de las modas filosóficas o religiosas. Pablo se enfrentó al sistema imperante en su época y dijo cosas que no fueron, ni son hoy día, populares, pero que son Palabra de Dios. Si seguir en los caminos del Señor implica ser bichos raros a los ojos del mundo o del sistema religioso establecido —incluido el sistema religioso cristiano, que lo hay— debemos afrontarlo. Recordemos, en la Palabra de Dios no hay nada relativo, todo es absoluto, porque es la única verdad, porque proviene del único que es veraz y porque es eterna. Cristo dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»(Mateo 24:35, [Marcos 13:31, Lucas 21:33]). Y nosotros, sus seguidores, debemos tener muy claro que es así. Nuestra fe está basada en algo inconmovible, la Palabra de Dios. No nos dejemos llevar por modas caprichosas, que cambian de hoy para mañana; no vivamos siguiendo la corriente de este mundo. Somos, entre otras cosas, ciudadanos del cielo y como tales hemos de vivir (Filipenses 3:20).
Ferran Cots, mayo 2023.