Durante su ministerio en la tierra el Señor Jesús mencionó en bastantes ocasiones la necesidad espiritual del hombre comparándola con una sed atormentadora difícil de saciar. La solución a dicha sed era Él mismo, la fe en su persona y en su obra. Le llama el agua de vida (Juan 4:7-14) y agua viva (Juan 7:38-39). En el primer pasaje vemos cómo Jesús le explica a la mujer samaritana que el que bebiera de aquel agua de vida no tendría sed jamás. Es decir sentiría su sed espiritual satisfecha. Y aquí tenemos una paradoja pues aquel que podía dar el agua de vida, tuvo que pasar por el tormento de la sed física a las puertas de la muerte. Así nos lo relata Juan en su Evangelio:
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed” (Juan 19:28).
Aquel agua de vida costó un precio muy alto. Precisamente para poder darnos ese agua viva, que saciase nuestra sed espiritual, era preciso que Cristo muriera en la cruz. Ya hemos visto que tuvo que padecer, entre otras cosas, una sed atormentadora. Pero eso no era suficiente. Había que cumplir los designios de Dios respecto a la redención y la salvación. Y de nuevo los Evangelios nos narran, con extrema sencillez, la oscuridad que se cernía sobre el alma de Jesús, mientras estaba cumpliendo su obra redentora. Leemos en los Evangelios de Mateo y Marcos:
“Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46).
“Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34).
El Hijo de Dios, en cumplimiento de su obra, es desamparado por el Padre, a causa del pecado de todos los que iban a ser salvos, por medio de aquel sacrificio. Cuesta entender que Cristo pueda ser desamparado por el Padre, siendo como son un único Dios, pero ese es un misterio que pertenece a Dios mismo. Lo que nos importa a nosotros es que, en aquel momento de desamparo, la justicia de Dios estaba siendo satisfecha en la persona de Cristo. Y a través de aquel desamparo, ha habido para nosotros amparo en Dios, por medio de nuestro Salvador y Señor.
En aquellos momentos de soledad angustiosa, cargando con todo el pecado de los redimidos pasados, presentes y futuros, Cristo llegó al cumplimiento de su misión y exclamó:
“Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:39).
“Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (Lucas 23:46).
Tras el desamparo, una vez satisfecha la justicia divina, Jesús se encomienda al Padre. El precio del pecado ya había sido pagado, la obra se había cumplido, de ahí la expresión consumado es, refiriéndose sin duda al sacrificio expiatorio que estaba llevando a cabo. Jesús sintiendo que la muerte era ya inmediata e irreversible, se encomienda al Padre antes de expirar. La obra de la redención, diseñada ya desde antes de la fundación del mundo, se había consumado. El precio del pecado había sido pagado por alguien que era Dios y hombre a la vez, y que cumplió de forma total la Ley de Dios. Él era el único que podía hacerlo.
Sin embargo como bien sabemos Cristo no quedó en la tumba. Resucitó y se presentó ante multitud de testigos que dieron fe de que estaba vivo. Mediante su resurrección añadió al perdón de los pecados la promesa de la vida eterna a su lado, en la casa del Padre, tal como prometió en una ocasión a sus discípulos:
“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2-3).
Así que, anunciamos al mundo la muerte redentora de Cristo, pero también su próxima venida para recoger a los suyos y liberarlos definitivamente de las ataduras del pecado para servirle y adorarle como solamente Él se merece. Porque de Él es el poder absoluto sobre todas las cosas, como dice en Apocalipsis:
“… yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:18-19).
¿Estás tú entre los que han sido salvos y podrán disfrutar de la vida eterna en la presencia de Dios? Si no es así, aún es tiempo de volverse a Dios, arrepentirse y aceptar la obra de Cristo en la cruz. No demores más esta decisión en la que te juegas tu destino eterno.
Ferran Cots, marzo 2022.