A causa de la confusión religiosa y la profunda ignorancia de las verdades bíblicas, la mayoría de la gente sólo tiene nociones muy incompletas, vagas o totalmente equivocadas sobre la Iglesia. Existen incontables opiniones que, normalmente, no coinciden entre ellas y mucho menos con la realidad.
Si tuviéramos un problema médico, consultaríamos libros de medicina. Si fuera legal, consultaríamos libros de leyes. Pero como el problema es religioso y esencialmente, cristiano, lo más normal es que consultemos la Biblia. Así, conociendo las fuentes originales, será fácil comprobar si nuestras afirmaciones corresponden a la enseñanza de Cristo y sus apóstoles.
En el Antiguo Testamento el mundo estaba dividido en dos grandes grupos diferentes. Por un lado las naciones, cuya regla de conducta era la razón humana y la conciencia, pueblos privados del conocimiento del verdadero Dios. Por otro lado Israel, pueblo elegido que debía caminar a la luz de la revelación divina. Los evangelios nos presentan a los judíos, descendientes de Israel, y los romanos, representantes de las naciones, juntos en la tierra de Palestina. Hasta entonces enemigos, acuerdan crucificar a Jesucristo, el único que cumplió perfectamente la Ley de Dios. Los judíos lo entregan a Pilato y éste, violentando su propia conciencia, hace morir como un criminal al Hijo del Dios eterno. Desde entonces los judíos y las naciones paganas, reunidos en la cruz, son manifiestamente culpables del más abominable de los crímenes, juntos dieron muerte a Dios manifestado en Jesucristo.
Ya que ni el conocimiento de la ley divina, ni la voz de la conciencia pudieron impedir a los hombres seguir sus pasiones, sólo quedaba una esperanza para los hombres perdidos, la gracia y la misericordia divinas. Gracia que Dios hizo proclamar por los discípulos del Cristo resucitado.
Así que, desde el libro de los Hechos de los apóstoles surge un tercer grupo en el mundo. Está formado por los que aceptan la salvación en Cristo Jesús y que, creyendo el Evangelio, se convierten al Señor. Son tomados de los dos primeros grupos mencionados y se convierten en un «pueblo que cree en su nombre» (Hechos 15:14). Desde entonces el mundo está dividido en tres grupos que Pablo distingue claramente en su carta a los corintios: «No seáis motivo de ofensa ni a judíos ni a gentiles ni a la iglesia de Dios» (1 Corintios 10:32).
Es en el Evangelio de Mateo donde encontramos por primera vez la palabra iglesia (en griego ekklesia). Jesús se encuentra en la región de Cesarea de Filipo y acaba de plantear a sus discípulos una cuestión muy precisa: «… vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro le contesta sin dudar: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Y Jesús le declara a su vez: «Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mateo 16:13-20). La confesión que Pedro acababa de hacer no surgía de su mente. Habló por inspiración divina. Su testimonio acerca de Cristo es, por lo tanto, infalible. Entonces Jesús añade: «Y yo también te digo que tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no tendrán poder para vencerla». Jesús habla de su Iglesia como una realidad futura, diferente de Israel; edificada por él mismo y que triunfaría sobre la muerte. Por cierto, es inútil discutir el sentido de las palabras que Jesús dijo a Pedro, ya que cualquier exégeta serio reconoce que Cristo es el fundamento irreemplazable de la Iglesia.
Para saber qué es la Iglesia, debemos conocer a Cristo, porque la Iglesia solo existe por él y en él. Fuera de él no hay Iglesia, solo comunidades, asociaciones, pero no la Iglesia que es un organismo vivo, no organización. La Iglesia, en la mente de Dios, no es un simple rebaño de ovejas reunidas alrededor de un pastor, sino el cuerpo mismo de Jesucristo, siendo cada creyente uno de sus miembros: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro en particular» (1 Corintios 12:27). Este cuerpo, formado de miembros unidos vitalmente a la cabeza, no podía manifestarse más que después de la resurrección de Cristo. La muerte del Salvador hizo posible nuestra identificación con él. En ella encontramos por fe el fin de nuestra propia vida y en la resurrección de Jesús, el principio y el poder que nos permiten vivir «una vida nueva» (Romanos 6:4).
En Pentecostés los discípulos fueron bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, fueran judíos, griegos, esclavos o libres: «Porque todos, judíos o griegos, esclavos o libres, somos bautizados por un solo Espíritu en un cuerpo…» (1 Corintios 12:13). Al enviar el Espíritu Santo a la tierra, el Hijo de Dios cumplió la promesa hecha a Pedro y fundó su Iglesia. A través del apóstol, el Evangelio fe anunciado con poder, y el reino de Dios fue abierto a multitud de almas, primero en Jerusalén y después en Cesarea. Primero, entre los judíos, luego entre los paganos, Pedro vio el cumplimiento de otra promesa del Maestro: «Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos…» (Mateo 16:19a). Era, por lo tanto, a través de la predicación del Evangelio que «cada día el Señor añadía a la iglesia a quienes habían de ser salvos» (Hechos 2:47). Aceptando a Jesucristo no se convertían en miembros de una organización, sino de un organismo vivo. Su unidad era la unidad del Espíritu que no tenían que crear, sino mantener por el vínculo de la paz (Efesios 4:3). En cuanto a su misión, la Iglesia no tenía que cristianizar el mundo, sino evangelizarlo. Su misión no era instalarse en la tierra, sino servir al Dios verdadero y, esperando el retorno de Cristo, su sola y bienaventurada esperanza, aceptar el sufrimiento por su Maestro durante el tiempo de su ausencia. Pero si la Iglesia es hoy humillada en el mundo, su destino es reinar con Cristo y ser semejante a él.
Leyendo el Nuevo Testamento podemos ver que la Iglesia es considerada bajo diferentes aspectos:
• En relación con Dios es la familia del Padre celestial, el pueblo de Dios, compuesto por todos aquellos que han recibido a Cristo y que así se convierten en hijos de Dios (Efesios 3:14-15).
• En relación con el Hijo, es el cuerpo de Cristo. Él, cabeza de la Iglesia, está en la gloria. Pero todos los que están unidos a él por medio de la fe, son los miembros de su cuerpo. Como el cuerpo no puede estar sin la cabeza, ni la cabeza sin el cuerpo, la totalidad de Cristo es Jesús y la Iglesia (Colosenses 1:18).
• En relación con el Espíritu Santo la Iglesia es un templo espiritual. Cristo es la piedra angular, los apóstoles, las piedras fundamentales y cada alma rescatada del mundo por el evangelio se convierte en una piedra viviente (1 Corintios 3:16).
• En relación con el mundo, la Iglesia es la casa de Dios, columna y soporte de la verdad. Los que componen esta casa deben tener una línea de conducta muy precisa y no conformarse a las costumbres de este mundo, sino que deben dar testimonio de la verdad, demostrando que son extranjeros aquí en la tierra, ciudadanos del cielo y pueblo de la casa de Dios (1 Timoteo 3:14-15).
Si leemos la Biblia con atención no nos sorprenderá el estado actual de la cristiandad. En las Escrituras descubriremos que esta corrupción del cristianismo, constatada hoy en el mundo, ya había sido prevista y anunciada por Jesús y sus apóstoles. Nos daremos cuenta de que la desintegración, la desunión, el escándalo, la impotencia, ya estaban germinando en las comunidades primitivas. Sólo la poderosa acción del Espíritu Santo impidió que se desarrollasen velozmente. Por desgracia cuando la Iglesia confesante perdió de vista su vocación celestial y se asoció al mundo, apareció la profesión de fe cristiana sin vida real. Las apariencias, las formas de la piedad fueron conservadas, pero lo que era realmente su fuerza fue abandonado (1 Timoteo 6:3-5).
Los apóstoles ya denunciaron enérgicamente el mal que actuaba dentro de las primeras comunidades cristianas. El apóstol Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, les advirtió: «Ya está en acción el misterio de la iniquidad…» (2 Tesalonicenses 2:7a), misterio que terminará al final de los tiempos con el Anticristo y la apostasía de la cristiandad.
Pero la verdadera Iglesia, la que permanece fiel a su Dios y Señor tiene un destino extraordinario. Su destino es ser llevada a Cristo para reinar para siempre con él. Esta es su bendita esperanza. Negándose a asociarse con el mundo, la Iglesia trabaja en el mundo, pero no es del mundo. Por tanto, debe compartir el desprecio y el olvido en que se tiene a su glorioso Señor.
Ahora bien, de que lado estamos. ¿De la iglesia oficial, sin vida real, asociada con el mundo y que ha menospreciado y rechaza la Palabra de Dios? Si así fuera no tendríamos esperanza para el futuro, nuestro destino sería la perdición eterna.
¿O hemos sido añadidos a la verdadera Iglesia de Cristo, por la fe en él y en su sacrificio en la cruz? En este caso nuestro destino será el de la Iglesia verdadera: vivir eternamente en la presencia de Dios, servirle y disfrutar de una vida plena, sin final, sin dolor ni muerte: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor…» (Apocalipsis 21:4a). «Y no habrá más maldición. El trono de Dios y del Cordero estará en medio de la ciudad, sus siervos lo adorarán, verán su rostro y llevarán su nombre en sus frentes» (Apocalipsis 22:3-4).
¿Cuál es el mejor destino? Lógicamente no debería haber duda alguna, pero el ser humano vive engañado por las mentiras de Satanás. Por eso no puede aceptar de buen grado la Palabra de Dios y no puede creer en ella. Sólo los que han sido salvados por Cristo, a través de su gracia y misericordia, pueden estar confiados en Dios y en que éste cumplirá su promesa de llevarlos con él a su reino, porque «Dios no es hombre para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta…» (Números 23:19a).
Ferran Cots, noviembre 2024.