Uno de los principales problemas en las iglesias locales es la falta de coordinación y cooperación en la vida de iglesia, tanto a nivel espiritual como a nivel material. Por un lado vemos la existencia de los que podríamos llamar «hombres (o mujeres) orquesta» que lo quieren hacer todo sin dar lugar a que los demás se involucren en la vida común de la iglesia. Personas que, generalmente, están guiados por un buen motivo, pero que yerran totalmente. La Iglesia de Cristo no es lugar para francotiradores o personas auto-suficientes, es lugar para personas que dependen de Cristo y los unos de los otros.
Muchas veces adoptamos una actitud semejante porque, en el mejor de los casos, nos parece que si no lo hacemos nosotros, ni se hará bien (o sería mejor decir que no se hará como a nosotros nos gusta), o ni siquiera se hará. Esta es un actitud peligrosa porque lo que provoca es dejar fuera de juego a la mayor parte de la Iglesia que es, no lo olvidemos, el cuerpo de Cristo.
En el libro del Éxodo se nos relata un hecho en la vida de Moisés que nos sirve de ilustración al respecto: «Aconteció que al día siguiente se sentó Moisés a dirimir los pleitos del pueblo, y los israelitas acudieron a él desde la mañana hasta la tarde. Al ver el suegro de Moisés todo lo que él hacía por el pueblo, le preguntó: —¿Qué es esto que haces tú con el pueblo? ¿Por qué te sientas tú solo, mientras todo el pueblo permanece delante de ti desde la mañana hasta la tarde? Moisés respondió a su suegro: —Porque el pueblo acude a mí para conocer la voluntad de Dios. Cuando tienen algún pleito, vienen a mí; yo juzgo entre el uno y el otro, y les doy a conocer los preceptos y leyes de Dios. Entonces el suegro de Moisés le dijo: —No está bien lo que haces. Desfallecerás del todo, tú y también este pueblo que está contigo, porque el trabajo es demasiado pesado para ti y no podrás hacerlo tú solo. Oye ahora mi voz: yo te aconsejaré y Dios estará contigo. Tú debes representar al pueblo ante Dios y presentarle los problemas que ellos tienen. Debes también enseñarles los preceptos y las leyes, muéstrales el camino por donde deben andar y lo que han de hacer. Además, escoge tú de entre todo el pueblo a hombres capacitados, temerosos de Dios, hombres veraces, que aborrezcan la avaricia, y ponlos sobre el pueblo como jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo en todo momento; todo asunto grave lo traerán a ti, y ellos juzgarán todo asunto pequeño. Así se aliviará tu carga, pues ellos la llevarán contigo. Si haces esto, y Dios así te lo ordena, podrás resistir; además, todo el pueblo volverá en paz a su casa. Moisés atendió el consejo de su suegro, e hizo todo lo que él le dijo» (Éxodo 18:13-24).
En este pasaje vemos que Moisés parecía haber llegado a la conclusión de que él tenía que hacerlo todo, porque si no, ¿quién lo haría? Sin embargo Jetro, su suegro, le hace ver lo erróneo de su actitud, que podía provocar su desfallecimiento y, lo que hubiera sido peor, el de todo el pueblo.
Por otro lado hemos de considerar que la Iglesia es un equipo formado por los creyentes en Cristo. Dios es un Dios de orden y cuando ordena a Moisés la construcción del tabernáculo, da también instrucciones de quienes y cómo debían desmontarlo, transportarlo y volverlo a montar. Lo podemos leer en el libro de Números, capítulos 3 y 4. Allí Dios establece el proceso para desmontar, trasladar y montar de nuevo, el tabernáculo. Cada uno tenía su tarea, que debía cumplir con presteza, y que no podía ser hecha por otro. No había cabida para el que lo quisiera hacer todo.
Qué diferencia con nuestras congregaciones, en las que impera el equivocado «entre todos lo haremos todo», que tenemos aversión a la organización que permitiría hacer las cosas bien (para Dios hay que trabajar con excelencia real, no de boquilla) y que cuando hay alguien que está llevando a cabo algún trabajo en la iglesia, no faltan los que le ponen palos en las ruedas o usurpan su lugar. Eso no es lo que la Palabra de Dios enseña.
Tal vez alguien argumente que los ejemplos dados son del Antiguo Testamento y que, al ser del antiguo pacto, no nos conciernen en absoluto. Grave error, ya que se trata de la Palabra revelada de Dios a su pueblo, y por lo tanto también a nosotros.
Pero también en el Nuevo Testamento encontramos ejemplos de organización que deberíamos seguir, y que no lo hacemos. Si vamos al libro de los Hechos vemos cómo los Apóstoles se daban cuenta que no podían hacerlo todo, en particular las cuestiones administrativas. El que ellos se tuvieran que encargar de todo ocasionó un problema de funcionamiento en la iglesia de Jerusalén. Podemos leer sobre la situación y su solución en el capítulo 6 del mencionado libro de los Hechos.
Por si fuera poco el apóstol Pablo en dos de sus epístolas compara a la iglesia con un cuerpo. Es realmente interesante el pasaje en Romanos 12:3-8: «Por la gracia que me ha sido dada digo a todos vosotros, que ninguno tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con modestia, y según la medida de fe que Dios repartió a cada uno. Porque del mismo modo que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, que somos muchos, formamos un cuerpo en Cristo, y todos somos miembros los unos de los otros. Dado que tenemos diferentes dones, según la gracia que nos fue dada: el que tiene el don de profecía, úselo conforme a la medida de la fe; el de servicio, en servir; el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que hace obras de misericordia, con alegría». Está claro que, además de no creernos imprescindibles, es necesario que permitamos el ejercicio de los dones en la iglesia por aquellos que los tienen. No podemos juzgar la capacidad de los demás para impedirles que trabajen para el Señor.
La otra epístola en la que Pablo utiliza el símil del cuerpo es en 1 Corintios 12:12-27. En ese pasaje abunda en la idea de que todos los miembros del cuerpo son necesarios, lo cual equivale a decir que no tenemos derecho a ignorar a nadie, o como se suele decir, no podemos ningunear a nadie. Todos somos igual de valiosos ante el Señor. Él dio su vida por cada uno de nosotros, así que, ¿quiénes somos nosotros para dejar de lado a la Iglesia en el cumplimiento de su tarea para con el Señor? Y hablamos tanto de tareas espirituales como materiales.
En conclusión, si queremos que las cosas se hagan como a nosotros nos gusta, las queremos hacer nosotros solamente, queremos imponer nuestra opinión al precio que sea y así, finalmente, salirnos con la nuestra, estaremos ocasionando un gran mal a la Iglesia de Cristo (ademas de mostrar una gran inmadurez espiritual). Permanezcamos atentos porque esta es una actitud en la que podemos caer cualquiera de nosotros más fácilmente de lo que suponemos. El antídoto está claro: la humildad: «Por la gracia que me ha sido dada digo a todos vosotros, que ninguno tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con modestia, y según la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Romanos 12:3). Nuestro ejemplo: el del Señor Jesús: «… aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…» (Mateo 11:29).
Si no practicamos una vida de iglesia sana y de cooperación entre los creyentes, el resultado será el que predijo Jetro a Moisés: «Desfallecerá… también este pueblo que está contigo…».
Pongamos pues nuestra mirada en aquél que nos amó y dio su vida por nosotros, pidiendo su guía para no ser tropiezo o estorbo a nuestros hermanos.
Y lo que hagamos sea:
«… todo para la gloria de Dios» (1 Corintios 10:31b).
«… de corazón, como para el Señor y no como para la gente» (Colosenses 3:23).
Ferran Cots, agosto 2024.