En la sociedad actual todo está supeditado al éxito, leemos noticias de los que se llaman “emprendedores”, y parece que si no eres uno de ellos y no tienes éxito, eres un fracasado, una nulidad. Este éxito, generalmente, se mide en función de los resultados económicos. Hoy, más que nunca, está vigente aquella expresión de “tanto tienes, tanto vales”. Resumiendo, si no tenemos éxito, y este éxito va acompañado de una gran prosperidad económica, estamos perdiendo el tiempo. No tenemos más que pasearnos por alguna librería, por la sección de “auto ayuda”, y encontraremos multitud de libros en los que se nos pretende explicar las claves del éxito personal, en el trabajo, en las negociaciones… Está claro que para los que los han escrito y los que los publican es un negocio muy lucrativo.
Pero antes de criticar estos métodos hagamos un auto examen de la literatura llamada cristiana. ¿Acaso estamos exentos de semejantes ideas? ¿O caemos en los mismos errores? ¿Nos dejamos llevar por teorías de marketing y auto ayuda en la vida de la fe? ¿Estamos creando una subcultura cristiana tomando elementos externos a la fe? Hay muchos libros escritos, enfocando la condición del cristiano como vencedor, como alguien por encima del desaliento y la derrota, inasequible al desánimo y al que todo le sale bien. Y si no es así, ¡cuidado! De ahí a decir que tal vez es que no somos verdaderos creyentes puede no haber más que un paso. Estamos de acuerdo que un cristiano puede y debe tener una vida de victoria, pero también es cierto que esos libros pueden llegar a producir un efecto contrario al deseado si no somos capaces de enfocar correctamente el asunto. La vida del cristiano no tiene nada que ver con lo que nos está intentando inculcar la peligrosa teología que pregona la prosperidad y salud tanto física, material, económica y espiritual, como la experiencia constante y natural del cristiano. Esta ideología, manipuladora de la enseñanza bíblica, pierde de vista que el sufrimiento es una parte esencial de la experiencia cristiana.
La pregunta que inquieta a la gran mayoría es: ¿Por qué permite Dios el dolor, el sufrimiento…? La respuesta es, en el fondo, bastante sencilla. Todo el sufrimiento y el dolor que hay en el mundo es fruto del pecado y está relacionado con él. El sufrimiento tiene una relación directa con la corrección divina aplicada al ser humano. C.S. Lewis, en su libro titulado “El problema del dolor” decía al respecto: “El dolor como el megáfono de Dios es, sin duda alguna, un terrible instrumento. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para salvarse. El dolor quita el velo y coloca la bandera de la verdad en la fortaleza del alma rebelde”.
El sufrimiento nunca es accidental, no es fruto de la casualidad ni del destino, no es porque sí. Si como hijos de Dios creemos, tal como dice su Palabra, que este mundo está bajo su mano soberana, comprenderemos que todo lo que sucede, bueno o malo, está bajo su control. No siempre podremos llegar a saber la razón del sufrimiento, pero sabemos que Dios, en su voluntad, lo permite y de esta manera nuestra fe es probada. Si nuestra vida fuera siempre una vida de prosperidad, tal y como pretenden hacernos ver algunos “teólogos” actuales, es muy probable que acabáramos relajándonos de tal forma que nuestra fe se debilitara y nos apartásemos cada vez más y más de Dios. El sufrimiento no es ajeno a la condición humana caída, y por lo tanto los cristianos no son excepciones a esta regla.
En las Sagradas Escrituras encontramos ejemplos de fieles siervos de Dios, sin dudas en cuanto a su fe y, sin embargo, en su vida hubo sufrimiento y dolor.
Cuando hablamos de sufrimiento generalmente viene a nuestra mente el ejemplo de Job. De éste dice la Escritura (Job 1:1): “Hubo en la tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal”. Conocemos la historia de Job, cómo Satanás pretende que la fidelidad de Job es a causa de las bendiciones recibidas y cómo Job sufre una serie de calamidades y tres dolorosas pérdidas: sus bienes y criados (Job 1:13-17), sus hijos (Job 1:18-22) y su salud (Job 2:7-10). La experiencia de este hombre, en ese período de su vida, no pudo ser más terrible; y con todo él nunca reniega de Dios, aunque las dudas inundan su mente y se lamenta de su condición. Al final de tan terrible prueba recibe una enseñanza tremendamente enriquecedora espiritualmente. En los capítulos 38 a 40, Dios responde a Job y le hace entender la realidad. El sufrimiento por el que ha tenido que pasar ha servido para fortalecer su fe, su confianza y dependencia del Altísimo “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” Job 42:5. Humanamente puede parecer un contrasentido, pero esa fue la realidad.
Tomemos ahora el ejemplo de David. El ungido del Señor como futuro rey en Israel, tuvo que sufrir la persecución de manos de aquel a quien iba a suceder en el trono. Saúl, lleno de envidia, porque David se iba ganando el favor del pueblo, se enciende en un odio profundo contra él, y le persigue para matarlo (1 Samuel 19). La experiencia de David fue muy dura. Él, el elegido de Dios para gobernar Israel, se veía perseguido como una alimaña, y debía huir, esconderse para preservar su vida. Aquellos fueron años muy duros, de aprendizaje, de confiar por completo en la misericordia divina. David sabía que solamente por la gracia de Dios continuaba vivo. Si bien tenía la promesa de Dios de que sería rey, y además había recibido la unción a través de Samuel, también es bien cierto que su vida fue purificada en la escuela del sufrimiento, y su fe en Dios salió fortalecida. Gracias a los momentos de angustia que David tuvo que padecer, tenemos hoy una colección de Salmos que nos hablan muy directamente a nuestro espíritu y son de ayuda y bendición.
En el Nuevo Testamento también encontramos muchos ejemplos. En el libro de los Hechos encontramos narrados los sufrimientos que los discípulos tuvieron que padecer. Ellos, que habían vivido junto a Jesús durante tres años, que habían sido testigos de su muerte y resurrección, que habían recibido el poder del Espíritu y habían realizado milagros en el nombre de Jesús, también sufren tribulaciones y dolor. Esteban es detenido y ajusticiado por apedreamiento (Hechos 7). El sufrimiento de los primeros cristianos en la persecución llevada a cabo por Saulo (Hechos 8:3), la muerte de Jacobo y el encarcelamiento de Pedro (Hechos 12:1:19) son otros tantos momentos de sufrimiento.
Pablo, que había sido perseguidor de la Iglesia y causa de no pocos sufrimientos al pueblo de Dios, tras su conversión pasa a engrosar las filas de aquellos que sufren por causa del testimonio del Evangelio. Sus propios compatriotas intentaron asesinarle (Hechos 9:23), fue apedreado en Listra (Hechos 14:8), encarcelado y azotado en Filipos (Hechos 16:22-40), arrestado (Hechos 21:17) y tras muchas más vicisitudes enviado a Roma, donde encontraría la muerte. Sin mencionar la enfermedad que le acompañó los últimos años de su vida y de la que rogó al Señor que le fuera quitada, como vemos en 2 Corintios 12:7-10. La respuesta del Señor a su petición es perfectamente válida para cada uno de nosotros en nuestra situación particular. Un compendio de los sufrimientos de los apóstoles en el desempeño de su ministerio nos es dado por el mismo Pablo en 1 Corintios 4:11-13.
A través de la historia más reciente vemos como el pueblo de Dios, la Iglesia, ha tenido que sufrir persecución, desprecio o indiferencia. Remontémonos a las persecuciones de los primeros años del cristianismo, a la Inquisición española, a la historia de los hugonotes por no mencionar la situación actual de incredulidad y pretendida tolerancia del mundo occidental o la actitud intransigente y de persecución abierta del mundo islámico y oriental. Si somos realistas veremos que el sufrimiento, en sus múltiples facetas, está a nuestro alrededor y nos afecta de forma más o menos directa.
No podemos por menos que manifestar perplejidad ante todo este compendio de sufrimiento que, en mayor o menor grado, afecta a todos por igual, pero que se nos hace más difícil aceptar en el caso de fieles creyentes. Recordemos entonces que la causa está en el origen, en la separación de Dios, cuando el hombre decidió vivir de espaldas a Él. Y estas son las gravísimas consecuencias. Si el hombre decide vivir sin Dios, entonces ya no queda nada más. ¿Es esto acaso el fin? ¿Está todo perdido? ¿No hay absolutamente ninguna solución? Fuimos capaces de dar la espalda a Dios, pero ahora no tenemos la capacidad de volvernos a Él, de recuperar nuestra situación como lo que éramos al principio de los tiempos, cuando la raza humana estaba en perfecta comunión con su creador.
Pero ni es el fin, ni está todo está perdido, y sí hay una solución a esta separación. Esta solución pasa por un sufrimiento único y capaz de alcanzarnos a todos en sus consecuencias. Es una solución que solo la mente de Dios pudo preparar. Tenía que ser Él mismo quien volviera a restablecer el camino de regreso al hogar. Y debía hacerlo de forma que no hubiera dudas sobre su capacidad de comprensión de nuestra situación de caída, dolor y sufrimiento. Dios mismo se hizo hombre y vivió en este mundo ejerciendo su ministerio de salvación, durante el cual tuvo que soportar burlas, afrentas, dolor, tortura y, finalmente, la muerte, para darnos a nosotros la vida y restablecer la relación con Él. Aquel a quien habíamos despreciado y afrentado es el que da el primer y más importante paso para obtener la plena restauración. Parece un contrasentido que para darnos la vida y librarnos del sufrimiento eterno, que no el pasajero aquí en esta tierra, Él tuviera que sufrir y dar su vida por nosotros. Pero gracias a ello tenemos la esperanza de una vida más allá de la muerte, una vida sin sufrimiento, con la comunión plenamente restablecida con nuestro creador y salvador.
Llegados a este punto podemos preguntarnos, ¿todo lo escrito sobre la vida victoriosa del cristiano está equivocado? La respuesta es no. Porque aun en medio del sufrimiento hay victoria. El sufrimiento no tendrá la última palabra (Romanos 8:28, 37). A través del sufrimiento Dios nos está perfeccionando, está operando en nuestras vidas para hacernos mejores, está completando la obra iniciada en nosotros, aunque no seamos capaces de verlo a través del dolor de la prueba. Citando de nuevo a C.S. Lewis: “He visto gran belleza de espíritu en personas afligidas; he comprobado cómo, por lo general, los hombres mejoran con los años, en vez de empeorar; he observado que la enfermedad final produce tesoros de entereza y mansedumbre”.
En la batalla contra el dolor y el sufrimiento no estamos solos, Dios está con nosotros. Mediante su poder podemos seguir adelante aun en las circunstancias más adversas. Nuestra mente debe aferrarse a las promesas de Dios, las cuales tienen un cumplimiento real y efectivo. Y, lo más importante, estamos seguros que nada ni nadie nos puede apartar de Dios y su amor en Cristo Jesús: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39).
Cristo mediante su muerte consiguió triunfar sobre ella, mediante su resurrección nos abre las puertas a la vida eterna. Y volverá a poner fin a este mundo, que ha decidido darle la espalda, para instaurar su reino eterno. De nosotros depende donde estaremos toda la eternidad. Si alguien aún no ha experimentado el perdón divino que no espere más. Cristo dio su vida por él, así como por cada uno de los que ya hemos creído. Pero los efectos de la salvación dependen de nuestra aceptación del sacrificio de Cristo y nuestro reconocimiento de Él como Señor y Salvador, como Hijo de Dios y como Dios todopoderoso.
Ferran Cots, junio 2021.