Es esta una pregunta un tanto incómoda. Sin embargo tiene su razón de ser, a la vista de la situación de la humanidad a lo largo de los tiempos. Antes de responderla veamos las diferentes actitudes que el hombre puede tomar respecto al pecado.
1. Negar el pecado
Hay muchas personas que niegan la existencia del pecado. Para ellos no es una realidad; no es más que una invención de los religiosos. Sería la explotación del trastorno de una conciencia demasiado sensible, o de un sentimiento de culpabilidad, provocado por el conocimiento de una ley de la cual no se puede probar su origen divino o trascendente.
2. Olvidar el pecado
Otros, ante la imposibilidad de negarlo, buscan olvidarlo. Aunque para ellos es una realidad, se esfuerzan en ignorarlo.
3. Esconder el pecado
Hay quienes tratan de esconder su pecado. Desde Adán el hombre cree poder esconder sus transgresiones, maquillar sus faltas.
Algo totalmente inútil, ya que Dios descubre el pecado, sea de quien sea: “Dios no hace acepción de personas”(Gálatas 2:6).
4. Detener sus consecuencias
Otro tipo de personas tratan de detener las consecuencias del pecado. No pudiendo olvidar, negar, o esconder su falta, el hombre busca, como Judas, prevenir las trágicas consecuencias del pecado (Mateo 27:3-5). Su esfuerzo es estéril porque el pecado, ya consumado, produce su fruto de muerte. Tarde o temprano, cada pecado produce la muerte: “Porque la paga del pecado es muerte…” (Romanos 6:23).
5. Reparar el pecado
El ser humano intenta entonces reparar el pecado. La falta cometida ha perjudicado a nuestros semejantes. La gloria de Dios ha sido pisoteada. ¿Podrán nuestras obras modificar algo la situación? ¿Qué penitencia tendrá el poder de hacer blanco lo negro? Por desgracia la reparación ofrecida por los hombres no suprime el pecado ni sus consecuencias.
6. Jactarse del pecado
Un último estado es cuando el hombre puede tener la tentación de tomar partido por el pecado. No solamente lo excusa sino que además se jacta de ello. Lo presenta en vivos colores. No son pecado las pasiones del cuerpo. Ese es el carácter que toma el pecado al final de cierto tiempo y que apela al súbito juicio de Dios.
Pero, incluso si reconocemos la gravedad del pecado, ¿no es acaso el hombre una criatura de Dios? Y, en definitiva, ¿no es Dios, por lo tanto, el responsable del pecado? Esta es la cuestión principal, y es lo suficientemente grave para merecer una respuesta.
¿A quién no le ha preocupado este problema, aunque haya sido una sola vez en la vida? Muchos son, por desgracia, los que, en su ceguera y locura, han respondido afirmativamente a esta pregunta. Trágicamente desde que el hombre se separó de Dios, en rebelión contra Él, jamás ha cesado de acusar a su creador. No hay crimen, ignominia, injusticia, guerra, accidente, cataclismo del que no se haya acusado a Dios de ser su autor.
En tiempos de prosperidad no se cree en Él. No importa a nadie. Los que todavía dicen creer en un Ser Supremo no piensan en buscarlo. La fe de muchos está en un segundo plano y, si aún no se han deshecho de ella, Dios ha sido eliminado de la circulación (Romanos 3:10-12).
Dios ha sido prácticamente olvidado y no tiene cabida en el único templo que quiere habitar, donde quiere reinar para siempre: en el corazón del hombre(Proverbios 23:26).
Pero, si viene la enfermedad, el luto o la desgracia, catástrofes naturales, guerras…, entonces aquellos que nunca se han preocupado de agradecer a Dios los beneficios recibidos de Él, murmurarán amargamente contra este Dios que no vio oportuno librarlos de las consecuencias de su pecado.
Mezclando la duda con sus acusaciones dicen: Si Dios existe, ¿cómo puede permitir estas cosas? Demasiado orgullosos y cobardes para reconocer las consecuencias de su actitud y sus propias faltas, los hombres prefieren, como Pilato, lavarse las manos y hacer responsable de todo al autor de la vida.
Dios, que no debe nada a nadie, pero a quien todos debemos todo, aceptó, en su amor, tomar sobre sí la responsabilidad del pecado. Él, el ser sin pecado, quiso salvar a la humanidad culpable. Lejos de dejar que sus criaturas llevasen, separadas de Él, el peso de su pecado, en un acto de amor mayor que el de la creación, cumple para el hombre su redención y le ofrece su gracia (Romanos 5:12-21).
Aunque no lo entendamos, sabemos que es verdad y que aceptando el don de Dios en Cristo Jesús, podemos tener su perdón, tener paz con Él por la fe: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5:1-2).
No es del pecado que Dios hace hoy responsable al hombre, si no del rechazo de su gracia y de su amor, revelados en la salvación que Él nos ofrece; no solamente la liberación de la pena del pecado, sino también la posibilidad de escapar al dominio del mismo, esperando ser liberados de la presencia del pecado cuando Cristo vuelva.
Por la obra de Cristo en la cruz, Dios ha justificado, ha hecho justicia, a todos los que estaban en su contra y se atrevieron a acusarle (Romanos 3:21-26). Es el insondable misterio del amor divino. Es el Evangelio en su más absoluta pureza. Encarnándose en Jesucristo (Juan 1:14) Dios descendió en medio de los hombres, haciéndose cargo de todos sus sufrimientos. Asumió todos los crímenes de los que se le acusa, todas las iniquidades que cometen los hombres, y los expió, ante los ojos de los verdaderos culpables, en la cruz del Gólgota. Locura, dirán algunos. Sabiduría y poder de Dios, proclaman otros(1 Corintios 1:18-25).
Liberación y salvación. Vida eterna. Todo mediante la sangre de Cristo.
Porque: “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).
Ferran Cots, abril 2020.