El título de esta reflexión es quizás poco exacto, incluso podemos decir, a riesgo de parecer paradójicos, poco bíblico. Hemos de entender que no se trata de fidelidad a un libro, por precioso que sea, sino de apego a la Palabra de este libro, a la doctrina, a la vida, a la persona que nos ha sido revelada por la Biblia.
Hay dos peligros que nos amenazan constantemente: la ortodoxia muerta y el liberalismo. A veces es perturbador encontrar personas acusadas de liberalismo que viven las enseñanzas de las Escrituras y ver a los defensores ardientes de la ortodoxia descuidar la práctica de las palabras de Cristo. Hoy tenemos, dondequiera que vayamos, una Biblia ya sea en nuestro bolsillo o en nuestro móvil. Pero, ¿de qué nos serviría a nosotros y a los demás este apego, si no actuara en nuestra vida lo que dice el libro?
Necesitamos el libro para dirigir nuestra vida, pero Dios no quiere que nos quedemos en el libro. Es una brújula que nos guía, un faro que nos permite esquivar los arrecifes, una lámpara que nos ilumina en la noche. Pero ni la brújula, ni el faro, ni la lámpara tienen un fin en sí mismos ni existen por sí mismos. La Biblia sólo importa por lo que revela de manera trascendente: al único Dios, nuestro Creador y nuestro Redentor. Si el hombre no hubiera abandonado a Dios, no habría Biblia. Fue escrita cuando nos separamos de él. Si existe la Biblia es a causa del pecado, que privó al hombre del contacto directo con Dios.
Cuando Jesús estuvo en la tierra, recurrió a la Escritura para probar su origen y demostrar que era perfecto. Cada página está llena de él. Lo vemos cuando leyó el pasaje de Isaías en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:16-21), y también cuando se encuentra con los dos discípulos camino de Emaús (Lucas 24:27). Las Escrituras debían llevar a los judíos a Cristo, tal como él les dijo en una ocasión: «Escudriñáis las Escrituras, pensando que en ellas tenéis la vida eterna y, precisamente, son las Escrituras las que dan testimonio de mí. Sin embargo, no queréis venir a mí para tener vida» (Juan 5:39-40). Los fariseos, tristemente, prefirieron el libro a la persona. No fueron hasta el final, es decir a Cristo, y su apego al libro y a sus tradiciones los llevó a crucificar a Jesús. La letra no vivificada por el Espíritu los hizo ciegos y criminales.
Pero, ¿qué es la fidelidad? Según las Escrituras hay tres tipos de fidelidad: la fidelidad de Dios, la fidelidad del hombre natural y la fidelidad del cristiano.
1. Considerada en Dios, la fidelidad es la perfección que consiste en la acción continua de su amor a través de los tiempos y a pesar de los obstáculos. «Dios es fiel» (1 Corintios 10:13). Somos fieles al que es más grande que nosotros mismos. Dios, que no tiene a nadie por encima de sí mismo, es absolutamente fiel a sí mismo, es «en quien no hay cambio ni sombra de variación» (Santiago 1:17). Su fidelidad es inquebrantable: «…porque fiel es el Santo de Israel» (Isaías 49:7). Permanece para siempre: «De generación en generación es tu fidelidad…» (Salmo 119:90).
2. Considerada en el hombre, la fidelidad es una virtud natural, la fuerza que consiste en un apego firme a las promesas hechas, como en el caso del pacto entre Labán y Jacob (Génesis 31:45-54), al cumplimiento de un propósito, el voto hecho por Jefté (Jueces 11:39), a la persona amada, como en el caso de la amistad entre David y Jonatán (1 Samuel 20:17) o a un ideal moral. No es necesario ser cristiano para tener esta fidelidad, lo vemos en el caso de los encargados de la reparación del templo en los días del rey Joás: «No se le pedía cuentas a los hombres en cuyas manos el dinero era entregado, para que ellos lo dieran a los que hacían la obra, porque ellos lo ejecutaban fielmente» (2 Reyes 12:15).
3. En el auténtico hijo de Dios, la fidelidad es don de Dios. Es un apego creado por el Espíritu por las cosas de lo alto, por lo que agrada a Dios, por lo que viene de él: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Poned la mira en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Colosenses 3:1-3).
La fidelidad a la Biblia debe ser fruto del Espíritu y no un celo carnal que conduce a la ceguera espiritual y el fanatismo. La fuente de la fidelidad cristiana es el amor. Su origen, la grandeza de Dios. Su propósito, la gloria de Dios. Su objeto, Dios mismo. Sus consecuencias, una obediencia total a las órdenes divinas. Su modelo, Jesucristo, «el testigo fiel» (Apocalipsis 1:5). Sus resultados, paz de corazón y almas salvadas.
Hay, pues, fidelidad:
• Si la fuente que la alimenta es el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
• Si la causa que nos hace actuar es la grandeza y majestad de Dios reconocida, y su señorío aceptado.
• Si la meta constantemente propuesta es la gloria de Dios y no la nuestra.
• Si su objeto es Dios mismo, convertido en el centro de nuestros afectos.
La fidelidad cristiana solo existe si se manifiesta en una obediencia incondicional e ilimitada que llega hasta la muerte: «¡Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida!» (Apocalipsis 2:10). Sólo tiene valor si es conforme a la de Jesucristo. Finalmente, los frutos de la fidelidad se manifiestan en el corazón del creyente por una buena conciencia, fuente de paz y serenidad y, a su alrededor, por un testimonio que da buenos frutos (1 Pedro 3:8-17).
A la luz de los puntos precedentes, podemos decir que la fidelidad a la Biblia no es por tanto un simple reconocimiento de la inspiración verbal de las Escrituras. O la adhesión a una confesión de fe escrita en un lenguaje ortodoxo. O la vehemente proclamación de nuestro apego a los principios fundamentalistas. O por su reputación de ser de inspiración divina.
No nos equivoquemos. Así como uno puede creerse salvo y no serlo, uno puede creerse fiel a la Biblia y engañarse. Tengamos cuidado también de no confundir la fidelidad a la Biblia con la fidelidad a una interpretación, a un sistema doctrinal, a la tradición, a las costumbres, a nuestra iglesia local o a los principios de nuestra comunidad.
La fidelidad a la Biblia tampoco es un mero apego a un libro extraordinario. No tiene valor si no es una fidelidad a la Palabra viva, a la persona inefable revelada por la Biblia, a Cristo. Si la Biblia es reconocida como la revelación de Dios a los hombres, si esta revelación es aceptada, se nos impondrá, tendrá autoridad sobre nuestro corazón y nos conducirá a la obediencia. Este libro nos instruirá, nos reprenderá, nos corregirá y dejaremos que esta palabra transforme nuestra vida (2 Timoteo 3:16-17).
En definitiva, la fidelidad a la Biblia se manifiesta:
• Si dejamos que la Escritura corrija en nuestra vida lo que no está conforme a su enseñanza.
• Si permitimos que la Escritura tome el control, y que se cambie en nuestras iglesias y comunidades lo que no esté en armonía con lo que ella declara.
• Si ponemos la Escritura por encima de predicadores, reformadores, Padres de la iglesia, tradiciones, costumbres, hábitos.
• Si dejamos que la Palabra dirija nuestros pasos, no dejándonos guiar por los principios del mundo.
• Si no usamos la Biblia para buscar en ella confirmación o justificación de nuestros pensamientos, nuestros principios, nuestras costumbres que, sabemos muy bien, son ajenos a Cristo.
En conclusión, cada uno puede medir el valor que le da a la Biblia, por el valor que da a Cristo en su corazón. Y el valor que Cristo tiene para nosotros se mide por nuestra obediencia a sus mandamientos. Esta misma obediencia encuentra su fuente en el amor que tenemos por aquel que se reveló a sí mismo. Y este amor nace en nuestros corazones como respuesta a la revelación de su amor por nosotros en la cruz. Así que, la fidelidad a la Biblia no es un apego a un texto, sino a la Persona que inspiró este texto. Porque hay un amor por el texto que es farisaico y que mata. Un amor por la Biblia que no transforma la vida es idolatría, y es tan peligroso como el liberalismo.
Que nuestro apego a la Biblia no se manifieste con palabras, ni con una simple posición doctrinal, sino con una vida de testimonio diario de Jesucristo. La ruina del testimonio cristiano no viene de los grandes negacionistas, sino de todos los que afirman ser cristianos y no viven como tales. Cuando seamos verdaderamente embajadores de Cristo, cuando nuestro corazón sea templo del Dios vivo, y nuestra actitud en el mundo la de hombres y mujeres en Cristo, la Biblia tendrá entonces sus testigos fieles y verdaderos.
Ferran Cots, abril 2024.