Desde la antigüedad el hombre recurrió a lo sobrenatural para tratar de controlar los sucesos de la naturaleza tales como tormentas, inundaciones, cosechas, enfermedades, etc…, concibiendo la idea de unos dioses que existieran para procurar su bienestar físico. Se fue derivando de la idea de un dios protector a un dios benefactor, que otorgaba todo lo que el hombre deseaba, siempre y cuando se realizara el sacrificio indicado. Cuando una persona, familia o tribu consideraba que su dios no le daba todo lo que deseaba, o necesitaba, no tenían problema en reemplazarlo por otro que consideraran más poderoso. La relación entre el hombre y Dios, o sus particulares dioses, empezó a estar enmarcada en el más genuino y puro interés material y personal.
Hoy sucede algo similar, el ser humano procura estar de lado del “dios” que le dé más garantías y ventajas, originando un negocio realmente lucrativo: el negocio de la religión. Así entonces encontramos que la religión vende la idea de un dios que satisface cualquier deseo de sus seguidores, mientras estén de su lado. Algunos incluso llegan a tener la idea de que al obedecer a Dios le están haciendo de alguna manera un favor, y así Él se siente contento.
Hoy se predica un evangelio de ofertas, de prosperidad, en el cual se enseña que la persona que cree en Jesucristo ya no va a tener ningún problema, enfermedad, o fracaso familiar. Con este pensamiento la persona “convertida” a este evangelio de la prosperidad, al principio, a causa de la emoción, piensa que todo parece ir bien. Pero cuando abre sus ojos a la realidad se da cuenta que los problemas no se han acabado en su vida, sino que, por el contrario, hay ocasiones en las que aumentan. Llegado a este punto se plantea si realmente lo que ha creído es cierto o no, y entra en un período de dudas y frustraciones.
La realidad del Evangelio es otra bien distinta, el propósito de la obra de Jesucristo en la cruz fue el restablecer la comunión entre Dios y el hombre, no dar casa, coche y fortuna al que cree. “Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido” (Mateo 18:11). Por otro lado el Señor Jesús dijo a sus discípulos: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Por esto ser creyente no es sinónimo de ausencia de problemas y dificultades.
El ministerio de Pablo estuvo rodeado de problemas. No eran pocos sus enemigos, tanto en el bando de los judíos como en el de los gentiles. Incluso se le acusaba de predicar por interés material. Por esta razón Pablo tomó la decisión de predicar el Evangelio en Corinto, sin pedir ningún tipo de ayuda (1 Corintios 9:18). Prefirió pasar necesidad, antes que poner ningún tropiezo a la predicación. El apóstol, a pesar de sus necesidades económicas, no pedía diezmos, ni enseñaba que los creyentes hicieran pactos o promesas para recibir algo de parte de Dios y de paso financiar su ministerio. Se caracterizó por su desapego al dinero, no quería ser gravoso a la Iglesia y, en más de una ocasión, pagó de su propio bolsillo los gastos de sus viajes misioneros.
Lógicamente esta actitud traía a la vida del apóstol momentos de necesidad, pero aprendió que la vida cristiana es una escuela en la cual Dios nos enseña por medio de las circunstancias. Y así encontramos en Pablo una persona estable a pesar de esas circunstancias: “No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad” (Filipenses 4:11-12).
Si Pablo viviera hoy, casi seguro que los predicadores de ese falso evangelio de la prosperidad le acusarían de estar viviendo en pecado o de tener poca fe, ya que para ellos el creyente no debe pasar por ninguna dificultad. Pero, como la realidad es otra, aprendió a enfrentar las dificultades porque, finalmente, sabía en quién y a quién había creído. Por eso pudo decir esa frase que ha perdurado, y perdurará, durante siglos: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).
Pablo en ningún momento pensó en dejar a Dios o el ministerio a causa de las adversidades que pasaba, al contrario, en medio de la dificultad se fortalecía más en Dios. Hoy nosotros somos llamados a seguir ese ejemplo, por lo tanto pongamos nuestra mirada en la recompensa eterna y, como Pablo, aprendamos a decir: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación” y pongamos nuestra mira primeramente en el reino de Dios y todo lo demás será por añadidura.
“Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).
Ferran Cots, abril 2020.