«Magníficat anima mea Dominum; et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo».
En los estudios y mensajes bíblicos se habla a menudo de personajes como Abraham, Moisés, Josué… Los patriarcas y los profetas de Israel son objeto de nuestras meditaciones. Sacamos todo tipo de lecciones de sus vidas. Miramos la vida de los apóstoles, la de María Magdalena, incluso la de Judas. Pero, ¿cuándo hablamos de María, la madre de Jesús? En Navidad, con algunos trémolos en la voz, o de paso, cuando hablamos de las bodas de Caná, o accidentalmente, al hablar de la cruz. ¿No corre este silencio el riesgo de ser tomado por desprecio?
No seremos nosotros quienes le demos a María su lugar, pero hemos de ver el que Dios le asigna en su Palabra; lugar que ella aceptó ocupar y que nunca abandonó. Así que, todo personaje que se nos presente o se nos manifieste bajo el nombre de María sin tener los caracteres de María de Nazaret, deberá ser rechazado como impostura. Porque antes de presentar a su falso Cristo, el demonio quisiera imponer al mundo a su falsa María, para hacer caer en la idolatría a multitud de almas.
Vamos a centrarnos en tres de las características que vemos en María: humildad, espiritualidad y fidelidad.
Humildad: El día de la anunciación: «Yo soy la sierva del Señor. Hágase en mí lo que has dicho» (Lucas 1:38).
Espiritualidad: El día de la visitación a Elisabet: «Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lucas 1:46-47).
Fidelidad: El día de la crucifixión, cuando María, al lado de la cruz, vivió plenamente la profecía de Simeón: «Este niño será motivo de caída y encumbramiento de muchos en Israel, y signo de contradicción pues pondrá de manifiesto los pensamientos más íntimos de muchos corazones, y a ti te traspasará el alma como una espada» (Lucas 2:34b-35). Fiel hasta el final, María vio a los soldados romanos de guardia en el Calvario, vigilando a su hijo clavado en la cruz. Contemplando esa escena, María oye las blasfemias de los que pasaban, las burlas y los insultos de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas, así como los insultos y ultrajes de los malhechores.
Recordando estas tres palabras: humildad, espiritualidad y fidelidad, desarrollaremos tres principales líneas de pensamiento sobre María.
En una época en que la gente se apasiona cada vez más por los famosos —del tipo que sean—, algunos de los cuales se jactan de lo que debería avergonzarles, es un honor evocar el verdadero rostro de aquella que siempre nos conduce a alguien mayor que ella, a aquel que, tanto en la alegría como en el sufrimiento, fue su única razón de vivir, de creer, de esperar y de amar, el Dios de Jesucristo, al que ella llamaba su Salvador y Señor.
La humildad de María
«Yo soy la sierva del Señor. Hágase en mí lo que has dicho» (Lucas 1:38).
En esta declaración al ángel Gabriel vemos toda la humildad de María. El término «sierva» lo retomará en el Magníficat. Así la bendita madre de nuestro Señor se unió anticipadamente a aquel que un día diría a sus discípulos: «el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45).
Reflexionemos sobre el mensaje de la Anunciación. María, llena del conocimiento de las Escrituras, sabía que el Mesías iba a nacer de una doncella virgen (Isaías 7:14), pero lo que no sabía era que Dios la había elegido a ella para ser la madre del Redentor. Escogida entre todas las mujeres, es a ella a quien Dios concedería el favor de ser el vaso donde se formaría el cuerpo humano del Salvador, cuerpo exento de todo pecado y de toda contaminación: «Por eso el Santo Ser que va a nacer de ti será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1:35b).
Pero, ¿cómo podía ser esto, si María entiende que no quedará embarazada de José, su prometido? Como dijo el ángel: «Para Dios no hay nada imposible» (Lucas 1:37). Así como en la creación el Espíritu Santo se movía sobre el caos primitivo, para restaurar y crear todo, así el Espíritu Santo cubrirá a la humilde sierva del Señor para hacer posible la encarnación de Dios y realizar mediante Jesús la obra maravillosa de la redención.
El mensajero divino está esperando su respuesta, porque Dios no fuerza a las almas. María acepta libremente la llamada divina. Pero al decir «sí» al plan de Dios, sabía el riesgo que corría. ¿Quién la creerá embarazada del Espíritu Santo? Según la Ley, le espera una muerte ignominiosa. ¿Tendrá que morir, justo cuando acepta convertirse en la madre del Príncipe de la Vida? Desde María, la gracia de Dios se ha aparecido y es proclamada a todos los hombres, pero el «sí» que decimos a esta gracia nos lleva a la muerte del «yo», manifestada en el bautismo que nos identifica con Cristo en su muerte, para que desde ahora vivamos la vida de Cristo resucitado. Así, en la iglesia, María muestra que la fe no es una aventura, sino la obediencia a la Palabra que nos ha sido dirigida.
Cuando estamos dispuestos y somos dóciles para hacer la voluntad de Dios, él «es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros» (Efesios 3:20).
La espiritualidad de María
Si hasta ahora hemos hablado de María señalando su humildad, ahora la veremos con su propia espiritualidad. Elisabet, esposa del sacerdote Zacarías, era de la tribu de Leví, mientras que María descendía de la tribu de Judá. Estas dos mujeres eran solo primas, y sin embargo no son simples primas que se encuentran en las montañas de Judea, sino dos mujeres en las que el Espíritu de Dios obra de manera extraordinaria: la estéril queda embarazada en su vejez, la joven virgen lleva en su seno un hijo que no fue concebido por relaciones sexuales con un hombre, sino por la acción soberana del Espíritu Santo.
El milagro de Dios en las almas regeneradas por su Palabra y la acción vivificante del Espíritu Santo, es hacerles sentir en lo más profundo de su seno que son hijos de Dios, hijos e hijas de un mismo Padre, porque por el «sí» de María nos ha nacido un Salvador, y por él somos salvados del pecado, para convertirnos, con todos los que creen, en hijos amados de Dios.
Por eso, con María, podemos cantar, no como una vana repetición, el Magníficat. La espiritualidad de María, esta mujer que José no tuvo miedo de aceptar consigo, la vemos luego en las bodas de Caná, donde dio en siete palabras el mensaje que los cristianos de hoy necesitan: «Haced todo lo que él os diga» (Juan 2:5). Si escucháramos literalmente a María no tardaría en manifestarse la unidad auténtica y visible de los hijos de Dios. Si tomáramos en serio sus palabras también nosotros podríamos, en estos tiempos en que estamos más cerca del final de todas las cosas, saborear toda la plenitud de las inescrutables riquezas de Cristo.
La fidelidad de María
Veamos ahora la fidelidad de María, porque de Nazaret a Belén, de Belén a Jerusalén, de Israel a Egipto y de Egipto a Galilea, así como de Galilea al Gólgota, María nos da una ejemplo de abnegación, renuncia y fidelidad absoluta.
Veamos unos ejemplos de su fidelidad:
• Para cumplir lo que está escrito en la Ley del Señor, María fue al Templo de Jerusalén el día de su purificación para presentar allí fielmente la ofrenda de los pobres: una pareja de palomas (Lucas 2:22-24).
• Para salvar a su Hijo de la masacre de los inocentes, María, enteramente sujeta a las indicaciones de José su esposo, aceptó el viaje y el exilio en Egipto (Mateo 2:13-23).
• Luego, en Nazaret, cuando ve pasar los años sin que se cumpla todo lo que sabe de su Hijo, María permanece en paciencia y silencio, meditando en su corazón todo lo aprendido de Él. Para ella, los días de su presencia a su lado tendrían un valor incalculable.
• En Caná, ¿quién no comprendería el deseo de María de ver a su Hijo manifestar finalmente su poder y su gloria? Ella confía en la sabiduría de Jesús y prepara las almas para obedecerle (Juan 2:1-12).
• De día en día, el ministerio de Jesús acapara al Siervo del Eterno. A veces estaba tan rodeado de sus discípulos y de la multitud, que María y su familia ya no podían acercarse a él. Alguien sin embargo le dice a Jesús que su madre y sus hermanos lo llaman. Y, de lejos, María tendrá que oír la voz amada decir: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Y después de un silencio que permite a Jesús dirigir su mirada a los que estaban sentados a su alrededor, María le oye decir: «Estos son mi madre y mis hermanos, porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Marcos 3:31-35). ¿Vivimos esto en nuestras comunidades, lejos de cualquier parcialidad y de cualquier elitismo?
• En otra ocasión, cuando una mujer subyugada por el mensaje y las obras de Jesús gritó: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!», María pudo apreciar una vez más la sabiduría de Jesús en su respuesta: «Dichosos, más bien, quienes oyen la palabra de Dios y la obedecen» (Lucas 11:27-28). ¿Es esta sabiduría, esta sobriedad, este autocontrol lo que florece en nuestras comunidades?
• A lo largo de su vida, nada en las palabras o actitud de Jesús estorbó el amor de María por él. Así que, cuando en el Gólgota la espada anunciada por Simeón, que ya había atravesado muchas veces el alma de María, traspasó hasta lo más profundo su ser y penetró sus huesos, María estaba allí, teniendo a su lado otras dos mujeres y el discípulo que Jesús amaba (Juan 19:25-26).
¿Vemos con los ojos del Espíritu, a María a la sombra de la cruz? No es al «pequeño Jesús» a quien ella mira, sino a «su gran Jesús», el Santo de Dios, que se hace pecado por nosotros, que da su vida para redimir la nuestra, para que nuestra salvación no descanse en un mero acto de misericordia de Dios que borra nuestros pecados, sino sobre las pretensiones de una justicia plenamente satisfecha, que basa nuestro perdón en un acto de justificación (2 Corintios 5:16-21).
Y María está allí, tan frágil y tan pequeña, que Jesús, viéndola desde lo alto de su patíbulo, la envuelve con su mirada de amor y la encomienda a Juan, su discípulo amado en estas palabras inefables: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y se nos narra que: «desde aquel momento, el discípulo la acogió en su casa» (Juan 19: 26-27).
Conclusión
Olvidemos algunos de nuestros hábitos que solo nos dan una apariencia de piedad exterior. En la comunidad de los santos y de la Iglesia universal, unidos en Jesús el Salvador, redescubramos juntos en espíritu a la madre de nuestro Señor que, después de los sufrimientos del día de la crucifixión y los esplendores de la mañana del día de la resurrección, estuvo en el aposento alto con los hermanos de Jesús y los apóstoles (Hechos 1:13-14). Seamos también nosotros asiduos en la oración para redescubrir la doctrina apostólica, para perseverar en la comunión fraternal, para que un día podamos celebrar en una misma mesa la comunión con aquellos a quienes Jesús reconoce como sus hermanos.
María dio a luz a su Hijo, no para que hablásemos de ella, sino siempre de él, no para que la mirásemos a ella, sino siempre a él, no para que la amásemos a ella, sino siempre a aquel que desde su plenitud nos da «gracia sobre gracia» (Juan 1:16).
Vemos a María a la sombra de la cruz y en la comunidad cristiana. Una María verdaderamente humana, orando en medio de sus hermanos y con ellos:
• al que es el único mediador entre Dios y los hombres.
• al que es el único inmortal.
• al que es el único que destruyó la muerte e hizo resplandecer la incorruptibilidad por el evangelio.
• al que dijo: «Ciertamente vengo pronto». «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22:20).
Es él, Cristo, quien nos pide a todos que, siguiendo el ejemplo de María, la sierva del Señor, sepamos mostrarlo a él, el Salvador, al mundo que lo ignora. Entonces cuando se manifieste aquel que es nuestra vida, nos manifestará con él en gloria.
Es él, Jesús, quien en ese día presentará a María glorificada, junto con todos los que, como ella, habremos sido salvos sólo por él; todos aquellos a quienes el Señor no se avergonzará de llamar sus hermanos.
Ferran Cots, julio 2023.