Una historia misionera para niños pequeños
En la selva de Brasil en Sudamérica vive Myyuca. Su nombre a nosotros nos parece raro, pero para él no lo es. Allí en la selva es un nombre muy común.
Myyuca es un niño indígena. Tiene los ojos negros y el pelo negro, lacio y largo. En su tierra los niños no se cortan el cabello. Hace mucho calor donde vive y por eso usa muy poca ropa. En los árboles, cuyas copas alcanzan gran altura, viven monos bulliciosos y pájaros de muy bellos colores. El papá de Myyuca no necesita hacerle un columpio. Myyuca se mece en los fuertes bejucos (plantas tropicales) que cuelgan de las ramas de los árboles. Empieza impulsándose suavemente con los pies, y termina volando por el aire. ¡Qué momentos más felices los que Myyuca pasa columpiándose en los bejucos!
La casa de Myyuca es muy grande. La construyó su papá. Primero clavó unos fuertes y gruesos palos en la tierra. Hizo el techo con otros palos y los cubrió con paja. Desde afuera la casa parece un montón de paja. No tiene ninguna ventana, pero sí tiene dos puertas, una cada lado. Toda la casa es un cuarto grande.
La casa tiene que ser grande porque viven en ella muchas personas. Myyuca, su papá, su mamá y todos sus primos, tíos y tías viven en la misma casa. La familia de Myyuca se acuesta temprano todas las noches. Usan hamacas en vez de camas. Cuando oscurece, Myyuca se sube a su hamaca para dormir.
La mamá de Myyuca les hace la comida. Raspa las raíces de la yuca (mandioca) hasta hacer una masa fina. Luego extiende la masa sobre todo el comal (plato llano de barro cocido) para hacer una tortilla grande, del tamaño del círculo que se hace extendiendo los brazos y toqueteando con la punta de los dedos. Se cocina hasta que se dore de un lado y después se le da la vuelta para que se cueza del otro lado.
La familia de Myyuca come huevos que las tortugas ponen en la arena. También comen pescado cuando su papá lo trae del río. Comen pájaros y carne de mono cuando su papá los caza en la selva.
Para conseguir carne para su familia, el padre de Myyuca sale al río o a la selva. Cuando sale de cacería, o al río lleva su arco y sus flechas para cazar monos y pájaros. Se para en su canoa en las aguas turbulentas y espera ver pasar algún pez. Cuando ve alguno, de pronto le lanza una flecha. El pez herido mueve su cola de un lado para otro y por último sale a la superficie con la flecha todavía en su cuerpo. El padre de Myyuca acerca la canoa hasta el pez. Lo saca del agua, y lo lleva a casa para que la mamá lo cocine sobre el fuego.
A Myyuca le gusta acompañar a su papá al río. Le ayuda a buscar los peces. ¡Y qué contento se siente cuando puede comer pescado asado!
Myyuca está aprendiendo a usar su arco y sus flechas como lo hace su papá. Su arco es grande y fuerte, y la afilada punta de sus flechas está hecha de hueso de mono. Sigue muy cuidadosamente a su papá mientras camina entre los árboles con pasos tan suaves que ningún animal lo puede oír. Ve como su papá escucha con toda atención y mira alrededor hacia las copas de los árboles y sobre el suelo. Myyuca está aprendiendo a hacer lo mismo, y lo sigue por entre los árboles sin hacer ningún ruido, caminando con cautela como lo hace su papá.
Él le enseñó que en muchos de los animales, de las plantas y de los árboles hay espíritus que no se pueden ver, pero que le pueden hacer daño a una persona si no les agrada. Su papa también le enseñó que no se debía lanzar ninguna flecha a los venados, porque, según decía, los venados son espíritus buenos y dioses que se deben adorar.
Un día Myyuca se puso muy enfermo. Tenía mucha fiebre. Su papá llamó al médico brujo. ¡Qué cara más fea tenía el hombre! Myyuca se asustó al verlo. Tenía todo el cuerpo pintado con colores brillantes y llevaba plumas en la cabeza. Llevaba en las manos sonajeros hechos de calabazas y plumas. Cuando el brujo vio al niño enfermo, hizo chasquear los sonajeros e hizo ruidos muy fuertes y feos. Danzó alrededor del niño gritando: “Estoy tratando de espantar al espíritu malo que está en Myyuca y que le ha causado esta enfermedad”. Después arañó todo el cuerpo del niño con un afilado diente de pescado, hasta sacarle sangre, esperando que por alguna de las heridas saliera el espíritu malo. No sabía que la fiebre del niño había sido causada por la picadura de un mosquito, y no por un espíritu malo.
Cuando Myyuca se sintió mejor, volvió a salir con su papá al río a pescar con su arco y sus flechas. Un día su papá lo llamó: “Myyuca, ¡ven a ver!” Se quedaron en la orilla del río, escondidos detrás de los árboles, asomando sus cabezas para mirar. Myyuca vio en el río una gran canoa conducida por algunos hombres de su propio pueblo. Y en la canoa, un hombre extraño sentado. Myyuca nunca había visto a un hombre vestido como ese señor. “¿Quién será ese hombre tan singular?”, le preguntó Myyuca a su papá.
“En los pueblos lejanos de nuestra selva, hay muchos hombres que se visten así”, le contestó su papá. “Oí decir que algunos de ellos venían para hablarnos de su Dios. Pero nosotros no necesitamos saber acerca del Dios de esa gente. Tenemos nuestros propios dioses: los espíritus en los árboles, en el aire y en los animales. Les tenemos miedo a nuestros dioses, porque nos pueden hacer daño, así es que no queremos oír de más dioses”.
El hombre que llegaba en la canoa era misionero. Entró en el pueblo de Myyuca y visitó su casa. Todos sus tíos, primos y primas se acercaron para escuchar al hombre. Myyuca también quería oírle. “Hay solamente un Dios verdadero”, decía el hombre. “Este gran Dios está en el cielo. Nos ama y envió a su Hijo para morir por nuestros pecados. Este Dios no quiere que mintamos, que robemos o nos engañemos unos a otros, sino que nos amemos y hagamos bien a todos. Si creemos en Él, nos perdonará nuestros pecados y nos ayudará a hacer el bien”.
“Mi papá no cree lo que mi mamá dice”, pensó Myyuca, “y ella no le cree a él, porque no dice la verdad. Y yo a veces he mentido también. Esto no agrada al Dios de amor. Creo que nosotros debemos obedecer a este Dios en lugar de obedecer al médico brujo. ¡Qué feliz estoy de que el misionero haya venido a contarme acerca del Dios verdadero”.
Cuando el papá de Myyuca quiere hacer una nueva canoa, se sube a un árbol y corta la corteza para que se abra. Luego, quita un pedazo grande y lo baja. Le amarra los dos extremos con unos bejucos para que al secarse tenga la forma necesaria para flotar en el agua. Después corta remos de madera blanda de otro árbol. Myyuca ya tiene su propio remo. Cuando tenga diez años, su papá le dará su propia canoa. Un día, cuando su papá estaba haciendo una nueva canoa, llegó el misionero para hablar con él. Le dijo: “Dios mandó al Señor Jesús, su Hijo, a la tierra hace muchos años para ser su Salvador”.
“Magnifico, magnífico”, dijo el papá de Myyuca cuando oyó lo que el hombre decía.
“Sí”, contestó el misionero. “Jesús es el magnifico Salvador”.
¡Cómo se asustó Myyuca un día al ver una caja que hablaba! El misionero la había traído al poblado. Algunos de sus amigos salieron corriendo y se escondieron entre los árboles cuando empezaron a salir los primeros sonidos de la caja. Pero Myyuca se quedó escuchando. Nunca había oído una radio o un tocadiscos y le interesaba escucharlo.
Cuando oyó las palabras en su propio idioma, ¡qué contento se sintió! Se acercaron muchas personas para oír. La voz que salía de la caja estaba contando acerca de Dios, que hizo la selva, los animales y la gente. Decía que este Dios había mandado a su Hijo Jesús para ser el Salvador del mundo.
Todos escucharon con mucha atención. Algunos dijeron: “Yo quiero que Jesús sea mi Salvador”. Myyuca, su papá y su mamá también lo dijeron.
Myyuca no se cansaba de escuchar al misionero contar cómo el Señor Jesús vino a la tierra, cómo murió y resucitó.
A veces mostraba bonitas láminas al contar las historias bíblicas. Tanto los hombres y las mujeres como los niños se acercaban a escuchar. Pero cuando venía una tormenta, todos se iban a casa. Entonces el misionero no podía seguir mostrando las ilustraciones.
“Necesitamos un techo bajo en el que podamos aprender acerca de Dios”, dijo el misionero a la gente.
La gente que ama a Dios quiere tener un lugar donde pueda aprender acerca de Él. Ellos traen sus ofrendas para hacerlo.
“Construyamos un templo”, dijeron todos. “Traeremos nuestras ofrendas y lo construiremos nosotros mismos. Entonces la lluvia no nos impedirá seguir escuchando. Queremos aprender más acerca de Dios y de su Hijo, el Señor Jesús”.
Todos los creyentes del poblado de Myyuca ayudaron a construir el templo en la selva. Primero, los hombres colocaron gruesos postes en la tierra. Luego aseguraron otros postes horizontales sobre ellos y los cubrieron con paja.
El misionero les enseñó a hacer paredes de barro. Las mujeres ayudaron trayendo agua del río. Los hombres mezclaron el barro y cubrieron los postes de los lados de la iglesia. El barro se secó muy rápidamente con el aire. Las paredes quedaron lisas y duras.
Myyuca también quiso ayudar a construir el nuevo templo. Trajo montones de paja para que los hombres los pusieran en el techo. Quería que hubiera suficiente paja para que la lluvia no traspasara.
Todos dijeron: “Nuestra iglesia es nuestra ofrenda para el Señor Jesús”.
¡Qué diferente es el pueblo de Myyuca desde que la gente oyó por primera vez del Dios de amor! Muchos de los hombres y mujeres, niños y niñas, aman al Señor Jesús y quieren agradarle. Están aprendiendo a amarse los unos a los otros y a decir la verdad. Están aprendiendo lo que dice la Biblia, y quieren obedecer a Dios. Ahora usan ropa. Cantan y oran en la iglesia. A Myyuca le gusta cantar “Cristo me ama”. El ama mucho a Jesús.
FIN
Abigail Rodés. Febrero 2023.