En nuestro país, donde el cristianismo se ha considerado religión oficial, bastaba con nacer en una familia católica o protestante para recibir oficialmente el título de cristiano. A causa de esto, este título, ostentado por la gran mayoría, ha perdido su verdadero significado.
No era así al inicio de la era cristiana. Solo los que se habían convertido al Señor, tras haber oído y creído el Evangelio, eran bautizados y añadidos a la iglesia (Hechos 2:41, 47). Ya fuera por haber abandonado el judaísmo o por haber roto con el paganismo y sus costumbres, mediante una verdadera conversión, los discípulos de Cristo manifestaron a los ojos del mundo un cambio total de vida. El cristianismo no era una simple etiqueta exterior, una sociedad en particular o la práctica de un nuevo culto, sino una vida nueva.
Hoy, a causa de un alejamiento progresivo de la verdad evangélica, se llega a atribuir el nombre de cristiano sin poseer la vida de Dios que está en su Hijo (1Juan 5:11). Así, personas cuya conducta es contraria a las enseñanzas de Jesús, llevan el nombre de cristianos como si fueran verdaderos creyentes. Esta fatal inconsistencia crea gran confusión y distorsiona el principio de verdadera pertenencia a la Iglesia. Perdiendo cada vez más la noción bíblica del cristianismo nos convertimos en cristianos por la fuerza de la costumbre, por tradición o por educación, como los hijos de padres budistas o musulmanes son budistas o musulmanes. Pero si el budismo o el islamismo pueden ser un privilegio de nacimiento, no sucede lo mismo con el cristianismo. No se nace cristiano, nos convertimos en cristianos por medio de un nuevo nacimiento (Juan 3:3).
Sea cual sea el nivel de piedad del ambiente en el que hayamos nacido, nacemos pecadores en este mundo. Nuestro gran privilegio es que tenemos la posibilidad de oír el Evangelio desde nuestra infancia. Esta ventaja también aumenta drásticamente nuestra responsabilidad. Debemos entender de nuevo el profundo sentido y carácter del cristianismo. No nos contentemos con vagas nociones. Hemos llegado a un tiempo de decisiones en el que la indiferencia y la neutralidad espirituales no pueden seguir subsistiendo.
Pero veamos ahora la diferencia entre opinión y convicción. Mientras que una opinión es un sentimiento particular que uno se forma de una cosa, considerándola por sí mismo; una convicción es la certeza que se tiene de la verdad de un hecho, de un principio. Como creencia probable o afirmación que no es cierta, la opinión tiene su lugar en las cosas sobre las que todos pueden pensar como les plazca.
Pero en el ámbito espiritual, el de nuestra relación con Dios, las convicciones son necesarias, porque siendo criaturas dependientes, no somos libres para pensar fuera de la Revelación divina. Creemos que demasiadas personas se han contentado con compartir puntos de vista comunes. Los propios hijos de los cristianos no han escapado a este peligro. Se limitan a compartir de una manera vaga y externa las convicciones de sus padres. Sin embargo, es sintomático encontrar entre ellos una falta de certeza, que se refleja en toda su forma de vivir y actuar en este mundo. Algunos todavía profesan opiniones religiosas, pero ya no confiesan su fe. La fe de muchos es tan débil, tan inconsistente, que en el momento del peligro se diluye. Si las opiniones parecen bastar en la vida, en los tiempos fáciles, sin embargo son desastrosas en los tiempos difíciles.
La vida basada en buenas o malas opiniones es como un edificio construido sobre la arena. Aguantará durante un tiempo, pero cuando llegue la prueba, los vientos contrarios, los torrentes de pasiones, esta casa se derrumbará porque no está cimentada sobre la roca. Esta roca es Jesucristo, la Palabra viva y la Biblia, la Palabra escrita, cuyas enseñanzas permanecerán eternamente cuando la apariencia de este mundo pase. Pero, ¿podemos estar seguros de algo, tener convicciones en un momento en el que todo es inestable, cuando todo se tambalea, cuando llega el mañana para desmentir las esperanzas de ayer y de hoy, cuando muchas afirmaciones parecen contradecirse con hechos a veces trágicos? ¿No es más prudente no pronunciarse sobre este conflicto? ¿No deberíamos ser neutrales o, por lo menos, no sería más seguro jugar a dos bandas? ¿No deberíamos esperar para no comprometernos?
Hay dos respuestas posibles:
Sí, si tenemos como fuente de convicciones solo las ideas humanas, hipotéticas y fragmentarias, susceptibles de cambio, de variación. Entonces tendríamos razón en buscar y hacer nuestra la opinión que actualmente parece ser la correcta, reservándonos la posibilidad de abandonarla si nuevos hechos llegan a invalidarla y se nos presenta una mejor opinión. ¡Y que perezcan entonces las doctrinas sectarias, fanáticas, consideradas inmutables! Seamos flexibles. ¡Vivamos el día a día con el paso del tiempo!
No, si tenemos una revelación divina, si la fuente de nuestras convicciones es la Palabra de Dios y el testimonio del Espíritu Santo. ¡Ahora tenemos una revelación divina! Jesús dio sin cesar testimonio de las Sagradas Escrituras. ¿No dijo: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:18)?
La pregunta es demasiado crucial, el tema demasiado importante, la autoridad de la revelación demasiado evidente, para que permanezcamos indiferentes. No podemos negar la revelación divina sin haberla examinado. Para hacer esto tendríamos que ser insensatos o actuar de mala fe. Si tenemos dudas, indaguemos, seamos sinceros en la búsqueda de la verdad y, sin prejuicios, averigüemos si Dios ha hablado o no, si la Biblia es un libro como cualquier otro, o solo superior a otros, o si es verdaderamente la Palabra inspirada de Dios.
Leyendo la Biblia nos daremos cuenta de si es o no un libro que contiene todos los pensamientos de Dios y todos sus caminos en relación con el hombre, así como también su propósito acerca del Cristo y del hombre en Él. Un libro que da a conocer al mismo tiempo quién es Dios, cuál es la responsabilidad del hombre hacia Él, lo que ha hecho por el hombre y la nueva relación con Dios por medio de Cristo. Un libro que revela lo que Dios es moralmente en su naturaleza. Un libro que revela los secretos del corazón humano y pone al descubierto su condición y que, al mismo tiempo, descubre ante él las cosas invisibles. Un libro que comienza en el punto donde el pasado toca la eternidad y que nos lleva, a través del desarrollo y solución de todas las cuestiones morales, a la meta donde el futuro se pierde en la eternidad según Dios. Un libro finalmente que indaga en las cuestiones morales a la luz perfecta de Dios plenamente revelado, y nos da a conocer las bases de las nuevas relaciones con Él según lo que Él es en sí mismo y según lo que Él es en amor infinito.
Convencidos entonces, seremos llamados a posicionarnos, porque no podemos permanecer neutrales si Dios ha hablado, si Dios se ha revelado en Jesucristo. Y es de Cristo de quien todas las Escrituras dan testimonio (Juan 5:39). En virtud de la autoridad de Dios, tendremos entonces unas convicciones profundas. Ya no seremos sacudidos y arrastrados aquí y allá por todo viento de doctrina (Efesios 4:14). Los tiempos y las circunstancias cambiarán y también nos afectarán pero no alterarán nuestras convicciones. En medio de la tormenta estaremos sobre la Roca y no en un frágil esquife, juguete de las olas, en la barca que zozobra en las hipótesis y conceptos humanos. Advertidos por la Palabra de Dios, mantendremos la calma en medio de la angustia actual. Los acontecimientos ya no sacudirán nuestra fe, al contrario, la confirmarán dando testimonio de lo que la Biblia nos enseña sobre el futuro de un mundo que cree que puede vivir sin Dios, o al menos sin el Salvador que Dios le dio.
El cristianismo ha caído en la idolatría. Infiel, pisoteando el primer mandamiento del Decálogo: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Deuteronomio 5:7). Nos llamamos cristianos, discípulos de Cristo, pero una multitud de ídolos gobiernan nuestros corazones en lugar del Señor. Para algunos es una idea, una filosofía, el arte, la música, la belleza, el amor; en otros el dinero, una persona, una pasión. Es idolatría. Aquí en verdad está, en todos los tiempos, la fuente de todas las miserias de los hombres. A lo largo de los siglos, las mismas causas producen los mismos efectos.
Solo hay un remedio. La misericordia de Dios no se ha agotado. Su llamamiento todavía resuena como en los días del profeta Jeremías. Dios se dirige a todos individualmente: “Ve y clama estas palabras hacia el norte, y di: Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para siempre el enojo…” (Jeremías 3:12). Al igual que Israel, por haber abandonado el objeto inmutable de la fe, la cristiandad está hoy herida y dividida. Se ha dejado distraer por ideologías extrañas; ya no confiesa en voz alta la fe y ha caído presa de una filosofía efímera. Muchos han permitido que su fe se disuelva en todo tipo de doctrinas, ya sea el racionalismo, el liberalismo, el modernismo o el estatismo. Mientras tanto otros han reemplazado la fe, que obra a través del amor, por dogmas y formas sin vida.
Es hora de que redescubramos las características de la verdadera fe. Abandonemos nuestras ideas, nuestros ídolos; rechacemos todo lo que reina sobre nosotros y volvamos a Jesucristo, el único Señor de nuestros pensamientos, nuestros corazones, nuestras vidas. Despojemos la fe de todas las vestiduras eclesiásticas, ideológicas y filosóficas con las que la hemos disfrazado, y recobremos la fe pura y simple de los Evangelios, la fe que tiene por objeto el Dios de la Biblia manifestado en Jesucristo. Sólo entonces, en la confesión de una fe viva y pura, los creyentes, experimentarán una renovación de vida y recuperarán la conciencia de su maravillosa unidad, que no han podido mantener ni manifestar al mundo.
“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6:68-69).
Ferran Cots, septiembre 2021.