Es costumbre, al llegar el año nuevo, que las personas se planteen una serie de propósitos a llevar a cabo durante el nuevo año. Ya sea hacer deporte (o apuntarse a un gimnasio), leer unos cuantos libros, ser más amable, intentar ascender en su puesto de trabajo…, y así de forma interminable. Las personas más prudentes suelen plantearse un propósito razonable, que sea posible alcanzar. Los más atrevidos piensan en varios a la vez, algunos realmente difíciles de alcanzar.
Sea como sea la mayor parte de dichos propósitos no prosperan más allá del mes de enero, y el resto suelen ir quedándose en el camino. Sólo los más constantes e insistentes pueden llegar a ver realizado alguno de sus propósitos, y, lo más importante, perseverar en ellos.
A medida que pasan los días nos damos cuenta que es realmente difícil mantener la motivación y la actitud correctas para avanzar en la realización de nuestros propósitos de año nuevo. Nos damos cuenta de lo inconstantes que somos, cómo nuestra atención se desvía hacia otras cosas, llegando finalmente a abandonar toda esperanza de cumplir lo que nos habíamos propuesto, y así continuar de la misma forma que los años anteriores, también llenos de buenos propósitos incumplidos.
Sin embargo hay uno que siempre cumple sus propósitos. Nació como un ser humano, para identificarse con nosotros (no porque él lo necesitara, sino porque nosotros sí lo necesitábamos), vivió una vida ejemplar y finalmente cumplió aquel propósito por el que vino, murió en una cruz para darnos la salvación. El Señor Jesucristo sí cumplió total y fielmente su propósito, ya establecido desde la eternidad. Por eso pudo decir al Padre:«Yo te he glorificado en la tierra habiendo llevado a cabo la obra que me encomendaste» (Juan 17:4). Y más tarde, en la cruz, exclamar: «¡Consumado es!» (Juan 19:30). Había cumplido totalmente el propósito para el que había venido a este mundo.
La Escritura también nos recuerda que nuestro llamamiento a la fe en Cristo es parte del propósito de Dios para nosotros. Cristo, Dios Hijo, inició aquel cumplimiento, pero va más allá. El apóstol Pablo, escribiendo a la iglesia en Roma, les dice: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, es decir, a los que son llamados conforme a su propósito» (Romanos 8:28). ¿Cuál es este propósito? Pues el que leemos en el evangelio de Juan: «Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo único para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Su propósito es, nada más y nada menos, darnos la vida eterna por la fe en Jesús.
Más tarde el mismo Pablo escribiendo a la iglesia en Éfeso les dice que podemos comprender el evangelio y la sabiduría de Dios «… conforme al propósito eterno que llevó a cabo por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor. En él, mediante la fe, tenemos libertad para acercarnos a Dios con toda confianza» (Efesios 3:11-12).
Por si aún dudamos podemos leer una de las dos cartas que Pablo escribió a Timoteo: «quien nos ha librado y nos llamó [Dios] a una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su propósito y por la gracia que nos es dada en Cristo Jesús desde la eternidad de los tiempos» (2 Timoteo 1:9).
Dios siempre cumple sus propósitos, y en este caso se trata de la salvación de nuestras almas. Podemos apropiarnos de este propósito, cuyo cumplimiento está solamente en la manos de Dios (afortunadamente) o podemos rechazarlo. La responsabilidad es nuestra. Pero las consecuencias de una u otra decisión van a marcar, no sólo nuestra vida en este mundo, sino también nuestro destino eterno.
Ferran Cots, enero 2025.