La misma semana de su arresto y crucifixión Jesús planteaba esta pregunta a sus contemporáneos: «¿Qué pensáis del Cristo?» (Mateo 22:42). Pregunta que hoy sigue todavía vigente y va dirigida a aquellos que lo ignoran o lo desconocen, sin ser conscientes de la importancia de la misma. De la respuesta que se le dé, de nuestra opinión respecto a Cristo, depende nuestro destino eterno.
A lo largo de la historia ha habido hombres que pretendieron ser «Dios en la tierra», impostores con ciertos conocimientos de las profecías bíblicas que, intentando hacer que se cumplieran en su vida, fueron fácilmente desenmascarados. También existen los que lo niegan todo, que afirman haber destronado a Dios o, incluso, haberlo matado, cuando lo que realmente hacen es reemplazarlo proclamándose ellos mismos «Dios en la tierra». Finalmente encontramos un ser, un hombre nacido de mujer que afirma ser Dios y que fue condenado por haber reivindicado su igualdad con Dios, crucificado por haber osado decir «El que me ha visto a mí ha visto al Padre»(Juan 14:9). Este hombre-Dios, o Dios-hombre, es Jesucristo, quien ha dado su nombre a nuestra era y civilización.
Pero la pregunta sigue en pie: ¿Qué piensas de Cristo?
Algunos responderán que era un gran hombre, un genio, el más inspirado de todos los profetas, un filósofo inigualable, el fundador de la religión por excelencia. Otros, sin demasiada reflexión, lo compararán con Moisés, Confucio, Buda o hasta Mahoma. Otros más, según su ideología política, llamarán al carpintero de Nazaret el primero de los revolucionarios, el líder espiritual de Galilea, el mayor de los socialistas, el incorruptible reaccionario. Así desde la extrema izquierda a la extrema derecha nos quieren hacer ver a Jesucristo militando en uno u otro partido. No nos engañemos, todos los que hablan así de Cristo, está claro que nunca lo han tomado en serio, no creen en él y no tienen ninguna relación con él.
Jesús no pretendió aportar una nueva ideología, una doctrina personal o una nueva religión en oposición a las otras ya existentes. Proclamó haber venido para buscar y salvar a los hombres perdidos, para darles una vida que debía ser la luz del mundo. Decía ser la revelación de la verdadera vida, la vida eterna, la vida de Dios manifestada en un cuerpo de carne. ¿Fue Cristo un loco, un iluminado, un impostor o fue realmente la manifestación de Dios en el mundo? ¿Podemos dar como cierto que hubo un momento, en la historia de la humanidad, en el que los hombres vieron a Dios caminar y hablar sobre la tierra? Sus pretensiones y sus reivindicaciones sobre las almas parecían, y aun lo parecen, intolerables a los ojos de muchos. ¿Cuáles eran esas reivindicaciones?
Él ser el camino la verdad y la vida. No un camino, una verdad o una vida entre las demás: «Jesús… dijo: —Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí» (Juan 14:6).
Pidió que se le siguiera y para ello renunciar a todo, prefiriéndolo a él a nuestra propia vida, padre, madre, mujer, hijos, casa o propiedades: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí…» (Mateo 10:37).
Él es la única puerta que lleva a la salvación: «Yo soy la puerta: el que por mí entre será salvo» (Juan 10:9a).
Es uno con Dios (el Padre): «Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí…» (Juan 14:11a) y tiene el poder de perdonar los pecados. «Y sucedió que le llevaron un paralítico tendido sobre una camilla. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: —Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. Entonces algunos de los escribas se decían entre sí: “Este blasfema”. Conociendo Jesús sus pensamientos, dijo: —¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir “Los pecados te son perdonados” o “Levántate y anda”? Pues sabed que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados. Y entonces dijo al paralítico: —Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y se fue a su casa. La gente, al verlo, se maravilló y glorificó a Dios, que había dado tal potestad a los seres humanos» (Mateo 9:2-8).
Su muerte tiene valor expiatorio. Él anunció a los suyos los sufrimientos que padecería: «Es necesario que el Hijo del Hombre padezca mucho y sea rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, que muera y resucite al tercer día» (Lucas 9:22). «Comenzó a enseñarles que al Hijo del Hombre le era necesario padecer mucho, ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y morir y resucitar después de tres días» (Marcos 8:31).
Cuando Simón Pedro exclamó espontáneamente: «Tú eres el Cristo, el hijo del Dios viviente»(Mateo 16:16), Jesús aceptó su declaración y le reveló que no había recibido aquella revelación por conocimiento intelectual humano, sino del Padre que está en los cielos.
Es momento de decidir hoy si aquel que ha dado su nombre a la era actual debe reinar en el futuro como lo ha hecho en el pasado o si debe reunirse con los ídolos destruidos de las viejas civilizaciones. Es hora de contestarnos si la Iglesia está construida sobre una leyenda o fábula, si el alma cristiana es presa de un sueño decepcionante, si nuestra obligación es repudiar a quien ha sido hasta hoy el objeto de una firme creencia, de una esperanza segura. Hemos de decidir si queremos aceptar o renunciar a Jesús, porque si él no es quien dijo ser, no queremos vivir en una ilusión.
Jesús nació en Belén, vivió en Nazaret e inició su ministerio a los 30 años. Y hemos de saber si como resultado de dicho ministerio, podemos concluir que él no fue un hombre como los demás. Veamos algunos de los hechos más significativos de su vida:
Su nacimiento. Predicho por los profetas siglos antes: «Pues bien, será el propio Señor quien os dará una señal: La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel» (Isaías 7:14), anunciado por los ángeles a los pastores: «Pero el ángel les dijo: —No temáis, porque vengo a traeros una buena noticia, que será causa de gran alegría para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo» (Lucas 2:10-11) y nacido de una virgen, Jesús fue adorado por sabios e ignorantes.
Su carácter. Manso y humilde de corazón (Mateo 11:29), de cualidades perfectamente equilibradas. Sin defecto ni fallo podía decir a sus enemigos, mirándoles a los ojos: «¿Quién de entre vosotros puede reprocharme haber pecado?” (Juan 8:46). Jamás nadie fue perfecto antes que él.
Sus palabras, sus parábolas, sus invitaciones continuas a seguirlo, el consuelo que aportaba. Sin olvidar sus pretensiones. ¿Quién entre los seres humanos puede decir tales cosas? Los alguaciles del templo que pretendían arrestarlo tenían razón: «Nadie ha hablado jamás como este hombre»(Juan 7:46).
Sus obras. ¿Cómo es que este hombre tiene todo poder sobre la naturaleza, los demonios, la enfermedad y la muerte? Iba de lugar en lugar, haciendo el bien y decían de él: «Bien lo ha hecho todo» (Marcos 7:37). Jamás nadie obró como este hombre.
Recordemos las circunstancias que precedieron, rodearon y siguieron a su muerte. Jesús habló de ello anticipadamente. Anunció que sería voluntaria, expiatoria, que daría su vida en rescate por los pecados del mundo entero. Arrestado, no se defendió. Ultrajado, guardó silencio. Crucificado, pronunció palabras de amor y perdón: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34a). Cuando expiró, o mejor dicho cuando voluntariamente entregó el espíritu (Mateo 27:50, Juan 19:31), en medio de las tinieblas que en pleno día envolvieron Jerusalén, la tierra tembló, las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron. Cómo no sentirse tentado de compartir los sentimientos del centurión romano: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Marcos 15:39), puesto que jamás ningún hombre murió como él.
¿Qué hemos de decir sobre su resurrección, confirmada con tanto énfasis por sus discípulos y de la que fueron testigos más de 500 personas? (1 Corintios 15:3-8). Ciertamente si su testimonio es cierto (y lo es), jamás hombre alguno salió como él, triunfante de la tumba.
Pero sobre todo ¿qué opinamos de sus exigencias respecto a los hombres, que es finalmente de lo que se trata? Cristo dice a todos y a cada uno un perentorio: «Sígueme». Si Jesús no hubiera sido Dios cuán espantosa sería esa pretensión. Pero si verdaderamente es Dios, cuan naturales y justas son sus exigencias.
De nosotros depende la respuesta, y de esa respuesta depende nuestro destino eterno. ¿Qué piensas de Cristo? Él manifestó ser Dios hecho hombre, como hemos visto, y prometió a aquellos que le siguieran, un futuro de gloria, una vida llena de esperanza, una vida que no acabará jamás, la vida de Dios, por toda la eternidad. Sus palabras son claras:
«Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo único para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree no es condenado, pero el que no cree ya ha sido condenado porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Juan 3:16-18).
Para aquellos que aun no lo han hecho, hoy es el día, ahora es el momento, de tomar una decisión. Si se entregan a Cristo la vida de él se convertirá en la suya, y su gloria será su destino.
Ferran Cots, junio 2023.