“Y vino uno de los principales de la sinagoga, llamado Jairo; y luego que le vio, se postró a sus pies, y le rogaba mucho, diciendo: Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá. Fue, pues, con él; y le seguía una gran multitud, y le apretaban. Pero una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva. Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote. Luego Jesús, conociendo en sí mismo el poder que había salido de él, volviéndose a la multitud, dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Sus discípulos le dijeron: Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado? Pero él miraba alrededor para ver quién había hecho esto. Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad. Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (Marcos 5:22-35).
Durante el ministerio del Señor Jesús en la tierra, hubo bastantes ocasiones en que estuvo rodeado de grandes multitudes. Su fama se había ido extendiendo por todo el país y la inmensa mayoría querían verlo y escucharlo y, de paso, presenciar tal vez algún milagro.
En esta ocasión Jesús se encontraba a la orilla del mar de Galilea rodeado de una gran multitud cuando fue abordado por uno de los principales de la sinagoga. Su hija se estaba muriendo y rogó al Señor que la salvara. Jesús le acompañó entonces, seguido por aquella multitud. Sin embargo por el camino sucedió algo insólito. Apretado entre tanta gente Jesús hace una pregunta inesperada: “¿Quién ha tocado mis vestidos?”. Los discípulos, sorprendidos, le dicen que cómo podía hacer semejante pregunta cuando estaba rodeado por tanta gente. Muchos le estaban tocando. La diferencia estaba en cómo había sido tocado.
La gente, apretada a su alrededor, le seguía por múltiples razones, pero al parecer no tenía nada que ver con una verdadera fe o necesidad de Él. Era simplemente la sensación del momento. Más tarde una multitud similar le aclamaría en su entrada triunfal en Jerusalén, en el que llamamos domingo de ramos. Y cuatro días más tarde de esa entrada triunfal, la misma multitud pediría a gritos su muerte, que fuera crucificado. Así que, vemos que las intenciones de aquella muchedumbre no eran las de rendirse a los pies del Salvador. Le seguían porque les gustaba lo que decía, porque hablaba con verdadera autoridad; aunque luego muchos dejaran de seguirlo por no entender lo que les decía, o no querer aplicar las enseñanzas a su vida. Le seguían porque habían visto sus obras y algunos hasta habrían sido receptores de alguno de aquellos milagros. Es algo parecido a cuando en la actualidad las multitudes aclaman y siguen a algún actor o actriz famosos, un grupo musical, un deportista… Algo en el fondo sin verdadera consistencia.
Hoy día también hay muchos alrededor de Jesús. Hablan de Él, escriben sobre Él, dicen creer en Él, pero lo tocan de la misma manera que aquellos judíos del pasaje mencionado. No hay fe, no hay un genuino interés en conocer realmente lo que Él ofrece y las consecuencias de ello. Están cómodos apretujándose alrededor de Cristo, pero sin entrar en verdadero contacto con Él. No entienden la verdad, no quieren reconocer quién es realmente Él, con todas las consecuencias.
En medio de aquel bullicio es cuando el Señor hace la inesperada pregunta. Los apóstoles se extrañan y responden como hubiéramos hecho nosotros también: “Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado?”. Era una pregunta lógica desde el punto de vista humano.
Entre tanta gente, una mujer, enferma desde hacía doce años, había oído hablar de Jesús y el poder que tenía, y decide acudir a Él. No debió ser fácil. Para llegar a su lado seguro que tuvo que esforzarse al máximo. Tal vez tuvo que agacharse y escabullirse entre la multitud. Pero llegó. Y tocó los vestidos del Señor. Aquella mujer estaba tan convencida del poder del Señor, que creía que solo tocando su manto sería suficiente para ser sana. Y tenía razón. Fue sanada de su enfermedad. Y Jesús hace la pregunta. ¿Acaso no sabía quién había sido? Por supuesto que lo sabía. Pero era necesario que quedara claro ante la multitud que le rodeaba, y también para la posteridad. Jesús no se dirige a la mujer y le pregunta por qué le ha tocado. Hace la pregunta al aire. La mujer se acerca y confiesa lo sucedido. Es entonces cuando el Señor no solo le dice que ha sido sanada, sino que era salva.
La diferencia entre la multitud y la mujer es obvia. Ésta acudió a Él con fe, y fue sanada. Recordemos las palabras de la epístola a los Hebreos: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 6:11a). En este caso la fe de la mujer agradó a Dios y recibió sanidad.
Algo similar sucede en nuestros días (y ha sucedido siempre a lo largo de la historia). Acercarse al Señor, rodearlo, tocarlo, saber más de Él… no significa nada si no hay una fe verdadera que lo respalde.
Debemos acercarnos al Señor con fe, sabiendo que solo en Él podemos ser salvados y sanados. Nuestra relación es directa y personal. No hay intermediarios. La mujer fue directa a Él. Nosotros debemos hacer lo mismo. Para nosotros tocar el manto del Señor es reconocer su obra en la cruz y aceptar por fe su muerte expiatoria. No hay nada que podamos aportar. La mujer había gastado una fortuna en médicos y no había conseguido nada. Nosotros podemos gastar energía en esfuerzos para cumplir la ley de Dios, en hacer buenas obras, en donar dinero a los pobres, en hacer multitud de cosas que en sí son buenas, pero no vamos a conseguir la salvación. No podemos pagar por nuestros pecados. Cristo sí lo hizo. Es por eso que la Escritura nos dice: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
¿Rodearemos al Señor como aquellos judíos? ¿Le seguiremos como aquel que sigue a un personaje famoso? ¿O nos acercaremos a Él con fe, esperando recibir el perdón y la vida eterna?
Si no lo has hecho aún, ¿qué esperas a tocar el manto de Jesús? ¿Qué esperas a entregarte a Él y dejar que te libre de la muerte eterna? Ignorar lo que Cristo hizo por nosotros es algo muy grave, por las consecuencias que tiene para la eternidad. Solo en Él hay esperanza y vida.
Ferran Cots, junio 2021.