«Entre los fariseos había un hombre llamado Nicodemo, persona importante entre los judíos, que una noche vino a ver a Jesús y le dijo: —Rabí, sabemos que has venido de Dios para enseñarnos como maestro porque nadie puede hacer estas señales que tú haces si no está Dios con él. Le respondió Jesús: —Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le preguntó: —¿Cómo es posible que alguien ya viejo vuelva a nacer? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Respondió Jesús: —Te aseguro que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te extrañes de que te haya dicho: Os es necesario nacer de nuevo» (Evangelio de Juan 3:1-7).
Todos, musulmanes, judíos, católicos, ortodoxos, protestantes, cualquiera que sea la denominación a la que pertenezcan por nacimiento, todos sin excepción necesitan una nueva vida si quieren ver el reino de Dios y entrar en él. Y esta vida nueva, la vida misma de Dios, que nos hace partícipes de su naturaleza e hijos de su reino, Jesús afirmó haber venido para traerla al mundo. No presentó su doctrina como un conjunto de dogmas y principios rígidos, sino como una vida, su propia vida.
Ningún maestro antes de él habló tal lenguaje, ni los moralistas griegos o romanos, ni los rabinos de Judea, ni ningún filósofo o reformador. No se trata de abstracciones vacías ni de preceptos rígidos, sino de palabras vivificantes que traducen los hechos más profundos de la conciencia y que sólo la conciencia puede verificar si tiene el coraje de experimentar a Dios en la fe y en el sacrificio.
Un auténtico cristiano es, por tanto, una persona que no sólo tiene la doctrina evangélica, sino también la vida de Jesucristo, obtenida por el nuevo nacimiento. A partir de ahora, el creyente ya no está regido por los principios del mundo, ni por la izquierda, ni por el centro, ni por la derecha. Ya no es, como dijo el apóstol Pablo, presa de la filosofía o de un vano engaño basado en la tradición humana, en los rudimentos del mundo y no en Cristo (Colosenses 2:8).
¿Puede alguien nacer de nuevo? Si Jesús dice que es necesario, es ciertamente porque quiere hacerlo posible. Jesús, cuya mirada leía hasta lo más profundo de los corazones, no discutió extensamente con Nicodemo todas las cuestiones que podían agitar el alma indecisa del doctor de Israel, sino que muestra a su interlocutor, y a través de él a todas las personas atribuladas por problemas interiores o exteriores, que el nuevo nacimiento es el único camino hacia la salvación.
Según Jesucristo, sin este nuevo nacimiento espiritual el significado profundo de las cosas terrenales y celestiales permanecerá oculto a los sabios e inteligentes de este mundo, ya que, como dijo Pablo:
«… nadie conoce las cuestiones propias de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Corintios 2:11). Sin el nuevo nacimiento todo seguirá siendo un problema para el ser humano natural: la vida, la muerte, el mal, el sufrimiento, las injusticias, el pasado, el presente y el futuro. No discierne ni los caminos ni los pensamientos de Dios porque permanece voluntariamente ajeno a su vida. Puede ser religioso, honesto y virtuoso, pero aun así queda fuera del reino de Dios. Podemos comprender que tales afirmaciones desconcertaran y chocaran frontalmente con todos los prejuicios de Nicodemo.
Hoy el testimonio y la triste existencia de muchos cristianos prueban que viven como si Jesús no hubiera venido o no hubiera hecho nada positivo para su salvación presente y eterna. Debemos hablar del nuevo nacimiento a los hombres y mujeres que ya no conocen el significado del nombre que aún llevan, este buen nombre de cristianos, dado por primera vez en Antioquía a los discípulos de Jesús (Hechos 11:19-26). Aquellos hombres habían oído y creído el evangelio y se convirtieron al Señor. No habían nacido cristianos, se habían convertido en ello (Hechos 26:28). Habían cambiado de vida y pronto experimentarían el sufrimiento que este nombre trae a quienes quieren caminar aquí en la tierra como caminó Cristo (1 Pedro 4:16).
El nacimiento es en realidad una vida que sale de otra vida, un ser que sale de otro ser. Así, a través del nacimiento físico, salimos del vientre de nuestra madre. Seres de carne, venimos de la carne y, lo sabemos bien, esta carne se encamina hacia la muerte, porque los elementos que la componen han sido todos tomados del polvo y al polvo regresarán (Génesis 3:19). Ahora bien, este cuerpo de carne está animado por un espíritu inmortal que permanece allí por un tiempo y luego regresa a Dios que lo dio (Eclesiastés 12:7).
Pero hemos de dejar claro que la distinción que hacen las Escrituras entre el espíritu, el alma y el cuerpo, de ninguna manera destruye la unidad del hombre (1 Tesalonicenses 5:23).
No somos un cuerpo, pero tenemos un cuerpo que habitamos. A través de nuestros ojos vemos, a través de nuestros oídos oímos, a través de nuestro lengua nos expresamos, trabajamos con nuestras manos. Pero no somos nuestros órganos, ni nuestros miembros. Somos dueños de ellos, un día los dejaremos. Así el ser humano no queda enterrado bajo los escombros de su morada terrenal. Pero esta alma, que por un tiempo anima nuestro cuerpo de carne, se rebeló contra Dios, toda la historia del mundo es prueba irrefutable de ello. Sí, el alma humana, en rebelión contra su Creador, ha perdido todos los beneficios de su inefable presencia.
Por tanto, si durante su estancia aquí abajo, el espíritu del ser humano no se deja iluminar, vivificar, liberar, si no se produce una reconciliación con Dios, permanece bajo el imperio de la carne a la que se sometió, cegado y oscurecido. Cuando al morir sale de las tinieblas interiores, es para entrar en las tinieblas exteriores, en una separación eterna de Dios, única fuente de vida, luz y amor. Y nada en la Biblia sugiere siquiera que la reconciliación sea posible en el más allá. Es ahora, durante nuestra vida terrenal, cuando se nos ofrece la salvación y podemos recibir el perdón de nuestros pecados y la vida eterna.
Pero entre la carne y el Espíritu hay un abismo. El Espíritu puede ser derramado sobre la carne, pero la carne no puede por sí sola elevarse al Espíritu. Separado de Dios, espiritualmente muerto, el ser humano no es más que carne (Génesis 6:3). Así que, después de su nacimiento terrenal, debe experimentar un segundo nacimiento sin el cual su alma, sujeta a la vida carnal y al dominio de Satanás, camina en sus errores y en sus pecados (Efesios 2:1-3). Este nacimiento desde lo alto se produce al escuchar la Palabra de Dios y a través de la acción poderosa del Espíritu Santo. Misterioso, libre como el viento, el Espíritu sopla donde quiere. Sólo él es capaz de reprendernos, transformarnos y realizar en nosotros la redención por la obra de Cristo, transportándonos del reino de las tinieblas al reino de Dios (Colosenses 1:12-14). Su primera acción consiste en convencer a los pecadores y conducirlos, a través de la Palabra, a reconocer la necesidad de morir a esta vida de la carne, antes de que se produzca la muerte del cuerpo.
El Espíritu Santo, no se ocupa de mejorar la vida de la carne, sino que la conduce al juicio y a la muerte para hacernos renacer a su vida, restableciendo así nuestra relación con Dios y restaurando en nosotros su imagen por la acción santificadora de la Palabra (2 Pedro 1:3-4). Se trata, pues, de una regeneración que las epístolas del Nuevo Testamento siempre atribuyen a la doble acción de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo (2 Corintios 5:17).
¿Habéis conocido alguna vez a aquél que es el único que puede mostrarnos el reino de Dios y llevarnos a él? Encontrarlo es ver claramente en nuestra vida y descubrir nuestra naturaleza pecaminosa, a la luz de Cristo sin pecado. Es oírle decirnos: ¡Arrepentíos, porque vuestras obras son malas! Muchos de vosotros tenéis hábitos religiosos, gestos de piedad. Algunos todavía recitáis vuestras oraciones, os confesáis y comulgáis. Sin embargo, ¿habéis cambiado vuestra vida? ¿Habéis nacido de nuevo? Si habéis conocido a Cristo, ¿qué le dijisteis? ¿Qué le habéis confesado?
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Viene al encuentro de quienes lo buscan. Si sabes detenerte y recogerte ante él, te revelará lo que has sufrido hasta ahora, lo que tanto has echado de menos: él, su plenitud. Obviamente sin esto, es decir sin él, tu vida está vacía y debes llenarla de algo, aunque sean pecados; pecados que no te importan tanto, de los cuales no estás tan orgulloso después de todo, pero debemos llenar este terrible vacío. Debemos ocupar nuestro tiempo. ¿Qué tendrías en tu pobre vida si no tuvieras tus pecados? ¿No es eso lo único sólido a lo que te aferras?
Pero un encuentro con Jesús te revela, como a los primeros discípulos, la grandeza de su gracia y despierta en ti un amor que llena y transforma tu vida. Si pudieras creerte sostenido, acompañado, lleno de tal amor, entonces tendrías todo lo que necesitas. Ya no necesitarías pecar, ya no querrías pecar. ¡Serías tan feliz así!
Ferran Cots, junio 2024.