«Aconteció en aquellos días que Augusto César promulgó un edicto disponiendo que todos los habitantes del Imperio romano fueran empadronados. Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria. Todos iban a empadronarse a sus respectivas ciudades de origen. También José, que era de la familia de David, subió de la ciudad de Nazaret, en la región de Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para ser empadronado con María, su esposa, que estaba embarazada. Y sucedió que estando allí se cumplió el tiempo de que ella diera a luz. Y tuvo a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. En la misma región había pastores que pasaban la noche en el campo vigilando a sus rebaños. De pronto, se les presentó un ángel del Señor y el resplandor de su gloria los envolvió completamente y quedaron sobrecogidos de temor. Pero el ángel les dijo: No temáis, porque vengo a traeros una buena noticia, que será causa de gran alegría para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo. Esto os servirá de señal: hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre. Repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales que alababan a Dios y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz entre los hombres que gozan de su buena voluntad! Sucedió que cuando los ángeles se volvieron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: Vayamos, pues, hasta Belén y veamos esto que ha sucedido y que el Señor nos ha dado a conocer. Fueron apresuradamente y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron todo lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Todos los que lo oyeron se maravillaron de lo que los pastores les decían, pero María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, pues todo había sucedido tal y como se les había dicho» (Lucas 2:1-20).
Estamos al principio del período de Adviento, palabra que proviene del latín «adventus» que significa venida. Esta celebración tuvo su origen a finales del siglo IV en los territorios de la Galia e Hispania (las actuales Francia y España). Se trata de un período de preparación para la celebración de la Navidad. Durante los cuatro domingos que componen esta celebración los cristianos consideraban el Adviento como un tiempo de oración, caracterizado por la espera vigilante, es decir, tiempo de esperanza y de vigilia, de arrepentimiento, de perdón y de alegría. Todo ello esperando la venida (adventum) del Redentor. Pero el Adviento es también un período de reflexión: «La luz verdadera, la que ilumina a toda la humanidad, venía al mundo» (Juan 1:9).
Pero en tanto que aquella luz se iba acercando y se iba a mostrar con toda su fuerza durante el ministerio terrenal deJesús, hubo un hombre testigo de ella. Qué importante y fundamental el anuncio de Juan el Bautista, para que todos estuvieran preparados para el gran acontecimiento, el advenimiento de Jesús al mundo. Juan es, nada más y nada menos, que testigo de la luz; pero no es la luz. Es preciso recalcar esto porque en demasiadas ocasiones aquellos que son llamados a ser testigos acaparan (o tratan de acaparar) toda la atención sobre ellos. ¡Que tremendo error! Dioses de barro que venden con palabras huecas salvaciones efímeras. Farolillos de colores que anuncian felicidad pasajera. ¡Cuántas personas andan perdidas estas fechas entre luces y villancicos sin saber lo que celebran realmente! Es urgente que haya, no uno, sino miles de testigos. El mundo en el que vivimos necesita personas que anuncien una y otra vez la venida de Jesús. Con valentía y decisión, como lo hizo Juan.
A medida que avanza el Adviento la primera venida de Jesús está más cerca. Y nos ponemos a pensar: ¿cómo es posible que las personas rechazaran a aquél por medio de quien hemos sido creados? ¿Cómo es posible que no lo reconocieran? En realidad, la situación en tiempos de Jesús no debía ser muy diferente a la de hoy, ya que el ser humano, ser humano es. La sociedad vivía a su propio ritmo: unos, indiferentes a Dios; otros, tras sus propios dioses (dinero, posición, fama); y aún otros, inmersos en su propia religiosidad, cerca de la religión (del cumplimiento de la ley) pero lejos del reino de Dios, del amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo; esto siempre ha existido.
La luz de Cristo, el Mesías, puso en evidencia estas realidades: vidas de espaldas a Dios, vacías; falsos dioses de felicidad pasajera; religión sin amor. Al pensar en estas cosas, meditamos sobre nuestro propio entorno vital y reconocemos esta realidad en nuestro propio tiempo y nos entristece. Y nos sentimos impulsados a decir al mundo quién es Jesús y por qué celebramos cada Navidad. Y así, meditando, nos adentramos en el tremendo privilegio que tenemos de habernos acercado al Señor; de haber creído en él; de haberle recibido. De repente somos conscientes de su gracia que, sin merecerlo, nos ha hecho sus hijos.
Pero si hemos de ser testigos de la luz, ¿cómo podemos utilizar la celebración de la Navidad? Básicamente recordando aquel acontecimiento que cambió para siempre el curso de la historia y de nuestras propias vidas. Si, simplemente, nos perdemos en discusiones o consideraciones, más o menos documentadas, sobre si era o no la fecha, que si es una fiesta consumista, que si son unas fechas tristes, etc… Si nos perdemos en este tipo de consideraciones estaremos ocultando al mundo cual es el verdadero significado de la Navidad, quitándole importancia a aquel acontecimiento que fue magnificado por los ángeles en su cántico celestial:
«¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz entre los hombres que gozan de su buena voluntad!» (Lucas 2:14).
El nacimiento de Cristo, fue necesario, pues sin nacimiento no puede haber muerte, y sin muerte no puede haber resurrección y si Cristo no nació como uno de nosotros, si no fue hombre realmente, si no murió y resucitó, entonces no habría redención.
Navidad es una buena fecha para recuperar la ilusión perdida, retomar aquel primer amor. Independientemente de nuestra edad, porque el llamamiento es para todos, sin excepción.
«Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo único para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16).
Ferran Cots, diciembre 2023.