Se suele decir que el sentido común es el menos común de los sentidos. Esto es palpable cuando vemos como actuamos, como nos comportamos. Lo más difícil parece ser actuar de una forma equilibrada y lo más fácil caer en extremismos. ¿Qué es mejor? ¿Pecar de tolerantes en exceso, permitiendo actitudes y formas de comportamiento contrarias a las Escrituras (que, no lo olvidemos, son la Palabra de Dios)?, ¿o sería mejor ser más estrictos, pero siempre sujetándonos a lo que las Escrituras nos enseñan de forma clara y contundente? Sinceramente pensamos que es mejor pasarse de cumplidor de la Palabra (algunos nos llamarán por eso legalistas), que ser excesivamente tolerantes o permisivos, lo cual entraña un gran peligro para la Iglesia.
Entre las actitudes o comportamientos inaceptables destacaremos ese aparente «exceso de celo», que no es más que un deseo exacerbado de exaltación (ambición) personal, enmascarado por una cierta espiritualidad, más o menos real. Curiosamente, esta actitud ciega el entendimiento de aquellos que rodean a este tipo de personas, de forma que los que la practican son defendidos por aquellos que conviven con ellos en la Iglesia. Nada que ver este falso «exceso de celo» con ese otro exceso de celo que lo único que busca es la gloria de Dios y el bienestar espiritual de su pueblo.
En la Biblia encontramos ejemplos de personajes que buscaban su propia gloria o beneficio. Tal vez el ejemplo más impactante sea el de Judas. Fue apóstol del Señor junto con los otros once elegidos para dicho cometido (es decir: escuchó el mensaje de salvación, aprendió directamente del Maestro, vio los milagros que Jesús hizo y convivió con él durante tres años). Sin embargo no era «trigo limpio» (ya sabemos que el Señor lo eligió sabiendo qué iba a suceder, pero eso no cambia nada de cómo era en realidad). Judas buscaba la instauración de un reino material que expulsase a los romanos de la tierra de Israel, un reino en el que él tenía puestas sus esperanzas, no sabemos con que posibles motivos personales. ¿Aspiraba acaso a un puesto de poder en dicho reino? ¿Esperaba enriquecerse? Esta última bien podría haber sido su motivación puesto que el evangelio de Juan (12:4-6) nos revela el corazón y las intenciones de Judas. ¿Quién de entre los otros apóstoles llegó siquiera a imaginar que Judas, despechado al ver que sus ambiciones personales no se cumplirían nunca, llegaría a entregar al Maestro, con el que había convivido durante aquel tiempo?
Ante la actitud de Judas nos sentimos indignados (es muy fácil juzgar los hechos cuando ya han sucedido), pero, ¿acaso no estamos tolerando actitudes similares (aunque las motivaciones, ambiciones y resultado final no sean los mismos) en nuestras iglesias? Si somos capaces de condenar a Judas por sus actos (algo que sólo Dios puede hacer en realidad), ¿por qué nos quedamos tan tranquilos cuando a nuestro alrededor, en nuestras iglesias, alguien, llevado por una desmedida ambición de honor y gloria personal, provoca verdadero daño espiritual a la comunidad de los creyentes, siendo piedra de tropiezo para algunos, con su actitud? ¿Por qué semejante exceso de tolerancia? ¿Por qué no ejercemos el discernimiento espiritual que Dios nos ha dado? ¿Por qué no somos capaces de ver más allá de nuestras narices y practicamos el buenismo más trasnochado como forma de vida?
El mismo Señor Jesús, el ejemplo por excelencia a seguir, era manso y humilde de corazón (Mateo 11:9), pero, sin embargo, criticó duramente a los escribas y fariseos, dando muestras de un talante poco tolerante según diríamos hoy en día (en realidad hoy se diría que no fue políticamente correcto) (Mateo 23:13-27) y, poco antes, no se le había ocurrido nada mejor que arrojar a golpes de látigo a los mercaderes que estaban en el Templo, haciendo sus negocios y ganándose «honradamente la vida», o por lo menos eso era lo que ellos querían hacer creer, cuando en realidad estaban profanando aquel lugar santo (Mateo 21:13). ¿Acaso seremos más misericordiosos que el mismo Señor, en lo tocante al cumplimiento de su voluntad, manifestado en las Escrituras? Lamentablemente es lo que estamos haciendo, por nuestro carácter débil y contemporizador, porque no queremos enfrentarnos al mal y, por lo tanto, al tolerarlo nos estamos convirtiendo en cómplices del mismo.
¿Cuántas iglesias locales han sufrido divisiones y verdadero daño espiritual por no haber atajado a tiempo a estos personajes? Y no olvidemos que no es necesario que se trate de personas con un cierto poder en la iglesia (en realidad el Poder está en manos de Dios, y la Iglesia es quien ejerce la Autoridad, pero esto es algo que parece que no interesa que se sepa); cualquiera puede caer en este gravísimo pecado, por un deseo de eminencia o, incluso, un malentendido deseo de servicio que anula y posterga a los demás miembros de la iglesia. La Palabra es muy contundente al respecto. Ya desde el principio de la Iglesia empezaron a aparecer individuos de dudosas intenciones de los que Pablo, inspirado por el Espíritu, dice: «También debes saber que en los últimos tiempos vendrán momentos difíciles, y que habrá hombres egoístas, amantes del dinero, orgullosos, altivos, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impuros, insensibles, implacables, calumniadores, sin dominio propio, salvajes, enemigos de lo bueno, traidores, impetuosos, engreídos, amantes de los deleites más que de Dios, que parecerán piadosos, pero negarán la eficacia de la piedad. A estos, evítalos» (2 Ti. 3:1-5).
¿Somos conscientes de que esto es verdad? ¿Qué es posible que haya entre nosotros personas como esas, aunque solamente sea en una o dos de las características negativas que se mencionan? Porque parecería claro que, si vemos según que actitudes (blasfemos, impíos, calumniadores…) a lo mejor hasta se nos ocurre denunciarlas; pero, ¿qué hay de aquellas que nos parecen menos graves (amadores de sí mismos, vanidosos, engreídos…)? De hecho, a los ojos de Dios, todas las actitudes son igual de graves y malas.
Hemos de estar alerta por dos motivos principales. El primero para no caer en esos mismos pecados que el apóstol está denunciando. El segundo, y no menos importante, para desenmascarar actitudes dañinas para la iglesia, antes que provoquen problemas irresolubles que conduzcan a cismas, enfrentamientos o, en el peor de los casos, aniquilamiento de la iglesia local (no necesariamente el cierre, pero sí el aniquilamiento espiritual). Es nuestra responsabilidad. ¿Seremos capaces de ejercerla?
Ferran Cots, junio 2025.
